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Una larga noche puede ser aquella que pasas despierto. No corren las horas, y si encima tienes que madrugar, no descansas nada. Pero, de todas formas, si consigues ver la luz del amanecer, puede ser que incluso te alegres y te levantes para continuar. Una larga noche es la metáfora que utilizó Stefan Zweig en su carta de despedida en febrero de 1942. Con ella quiso calificar al largo tiempo de oscuridad en el que vivieron millones de personas. Nada pudo conseguir que viera algo de luz, ni siquiera viviendo en Brasil, donde él y su mujer se suicidaron, siguiendo el ejemplo de otros intelectuales europeos. La huida constante y la percepción de que el mundo nunca se curaría del nazismo lo llenaron de desesperación. Tras los duros años sin hogar, prefirió poner fin a su vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre libre dedicado a la cultura. Desposeído, pues, de su patria espiritual, le resultó imposible encontrar un lugar donde refugiarse. En fin, Zweig decidió abandonarse y partir. Seguramente pensó que nadie podía hacer nada por él llegado a ese punto. Los suicidas auténticos están segurísimos de que nadie puede hacer nada por ellos, de que ya no tienen nada que los consuele y que, además, prefieren no encontrar consuelo, puesto que su desaparición es lo único que les interesa. La semana pasada el Ministerio de Sanidad presentó el Primer Plan Nacional para la Prevención del Suicidio, que contempla la creación de un sistema de vigilancia de la salud mental similar al existente en los casos de enfermedades infecciosas (gripe, covid, etc.). ¿No les resulta algo irrisorio? Pero algo hay que hacer en este país, en donde más de tres mil novecientas personas se quitaron la vida en 2024. Una barbaridad. Cada día cuesta más salir de una larga noche. Porque nadie puede hacer nada por nadie. O yo lo veo así.