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A casi cinco años del confinamiento recuerdo con cierta dosis de vergüenza cuando a las ocho salíamos a los balcones a aplaudir al mundo sanitario. Esos mismos que ahora linchamos, apaleamos e insultamos al médico de turno. Aquello de que íbamos a salir reforzados como personas pues es probable que haya sido a la inversa, pero, claro, a la gente no nos cuesta dar palmas y cantar proclamas prefabricadas en los medios que más que tratar de encorajinar a las masas en un momento tan delicado, lo que hacía era menoscabar la inteligencia general.

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En mi caso, los recuerdos que me quedan, cada vez más alejados de lo que realmente sucedió, es tener a dos gatos encima de mi regazo constantemente reclamándome paté felino a maullidos. También sobrecargarme de antiguas series españolas de televisión como «Aída» o «Los hombres de Paco», porque yo soy muy fácil de contentar y no me gustan los argumentos enrevesados sino aquellos que de tan triviales me hagan sonreír y penetren en mis adentros como una brisa cálida de primavera. En eso no he cambiado mucho.

De repente, me descubrí riendo a mandíbula batiente ante la carrera desesperada de un tipo llamado Montoya al que una presentadora le pedía por favor que no fuera camino de su perdición. No me entero mucho de ese reality, pero creo que se trata de evitar que tu pareja se vaya con otro u otra, o algo similar. O sea que el pobre Montoya se acababa de enterar que era un cornudo de tomo y lomo y a un modo épico y un tanto ingenuo corría como Usain Bolt en pos de vengar su honor malherido. De su llegada adonde sea que le metieran los cuernos no me he enterado porque no me interesaba y solo contemplaba el bello panorama de un hombre galopando descalzo con el corazón hecho trizas por un amor loco. Y eso, aparte de casposidad y analfabetismo, es lo más que se puede pedir a un reality: desventura, pasión y locura.