Cancelar era un verbo normal y corriente. Uno podía ir al banco para cancelar una cuenta o cancelar un concierto cuando el cantante estaba indispuesto o cancelar una cita si no lo veías claro. Pero llegó la terrible cultura de la cancelación, subproducto de Internet. De ahí surgió un neologismo: vocablo antiguo que se presenta en sociedad con un nuevo sentido. Todavía no ha llegado al diccionario.
Vivimos en una ciudad digital donde nadie quiere quedarse aislado. Todos exponiéndose en busca de «me gustas». Comunidades de odio con el dedo hacia abajo que se retroalimentan mutuamente. Vigilantes de la moral pública y lo políticamente permitido. Feísimas personas, susceptibles frente a la ofensa hasta lo patológico, intentan destruir la reputación de quien les molesta. Lincharlo gregariamente. Todos contra uno.
Antes se le llamaba boicot, los nazis lo hacían con los judíos. También se puede hacer el vacío y practicar el acoso o «bullying». Hemos inventado un ostracismo de última generación.
En este escaparate global, retirándote la atención te pueden arruinar o amargar. La atención nos define tanto como la sociedad en la que vivimos. Dime a qué atiendes y te diré quién eres.
Los que participan en cualquier cancelación son despreciables aunque no lo sepan. Están convencidos de hacer el bien. Atacan a la persona por sus ideas. De la libertad de expresión, hemos pasado a la tiranía de la cancelación.