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Apunto de cumplirse tres años de la guerra de Ucrania, empiezan a ponerse las cartas sobre la mesa. ¡Qué ingenuos somos y de qué forma nos engañan! Tiene hasta gracia. Porque los partidarios de Vladímir Putin nos hablaban de devolver sus derechos a los maltratados habitantes de Ucrania de origen ruso que pertenecen a la Iglesia ortodoxa rusa y hablan ruso. Estaba también, claro, la vieja ambición de consolidar la anexión de Crimea de 2014. En el otro lado, con la bandera de víctima siempre ondeando al viento, Volodímir Zelenski, que se ha transformado en tiempo récord de actor y comediante en un gran embajador y estratega militar llevado por las circunstancias. El papel más importante de su vida, que debemos reconocer que ha bordado.

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Ha estrechado la mano de absolutamente todas las personas poderosas de este planeta y ha arrancado miles de millones de dólares y armas de todos los rincones. Una hazaña que se estudiará en los libros escolares del futuro. Pero, ay, acaba de llegar a la Casa Blanca un jabalí con ganas de meter el morro en todas las cocinas y, con sus formas digamos poco elegantes, ha destapado el velo de la verdad. Gracias, Trump, por hacernos saber, de pronto, que Ucrania no era ese gigantesco granero de cereal que nos habían vendido –que también–, vital para la supervivencia de los pueblos africanos, sino que en su enorme territorio se esconden petróleo, gas y, ahora más crucial, los minerales raros de los que depende el desarrollo tecnológico del mundo. ¡Ja! Ni democracia, ni soberanía, ni respeto a las fronteras ni leches. Lo que Rusia y Occidente pelean en ese país que en realidad no le importa a nadie es la riqueza y el poder que proporciona. ¡Qué novedad! ¿verdad?