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No recuerdo cuál fue el primer testimonio que alcancé a leer sobre el trato inhumano que se infligió a los judíos en los campos de concentración (vulgo mataderos) que los nazis montaron en su perverso afán de llegar a la «solución final», o sea a la eliminación pura y simple de la raza denostada. Sí recuerdo los relatos que me causaron una impresión más honda, que no estaba solo en función de los detalles espeluznantes que se iban desprendiendo, sino de la capacidad de transmitir el espanto desde unas páginas literarias brillantes, en las que no hace falta contar pormenores que se claven en la mente del lector, porque bastan insinuaciones y sugestiones para quedar sobrecogido ante la brutalidad que retratan.

Lo percibí al descubrir dos autores extraordinarios, Elie Wiesel y Primo Levi. El primero, de origen húngaro, pasó por los campos de Auschwitz y Buchenwald, donde perecieron sus padres y una hermana pequeña. En «La noche, el alba, el día» (1986 en la edición que me llegó) recoge en la primera parte el dolor inmenso de un niño ante una realidad que le resultaba inconcebible: la matanza indiscriminada que no respetaba la existencia de miles de niños cuyas vidas escapaban en volutas por las chimeneas de los crematorios. La aportación de Primo Levi no es menos terrorífica, tanto que, si bien salió vivo de Auschwitz, la pesadumbre y la culpa le acompañaron toda la vida, hasta el punto de que un día de 1987 se arrojó por el hueco de la escalera en su casa de Turín. Antes dejó su testimonio en «Los hundidos y los salvados» y «Si esto es un hombre».

2 Los he revivido ahora al darme de bruces con otra magnífica explanación de una experiencia aterradora. Abel Herzberg resistió dieciséis meses en el campo de Bergen-Belsen, entre Hamburgo y Hanover, campo que define como «uno de los centros de tortura más terribles jamás concebidos por el espíritu humano». Logró sobrevivir y, mientras ejercía su profesión de abogado, le pidieron que expusiera sus vivencias para los lectores de una revista. Así lo hizo, pero aquel artículo se prolongó en otros seis ensayos más, que convirtió no en un relato de la depravación, sino en una reflexión sobre los motivos que pudieron llevar a los nazis a cometer un atentado tan grave contra la humanidad. Después reunió este material en su libro «Amor fati» (2021, voluntad de abrazar el propio destino).

Ya no son únicamente los detalles que se encadenan, sino el comprobar cómo unas gentes son capaces de situarse en la cúspide, con poder y voluntad de aniquilación, sin importarles el sufrimiento brutal que están generando. «Con cada atrocidad -escribe Herzberg- pensábamos que las cosas no podían empeorar más, pero siempre empeoraban. Para los alemanes no había nunca suficientes cadáveres. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Cómo ha podido caer tan bajo un pueblo del que, hasta hace poco, no se podía decir que careciera de cultura?». Esa es la cuestión: todo un colectivo (salvando lo que pueda ser salvado) cooperando por acción u omisión en un exterminio matemáticamente planeado y rigurosamente desplegado, con el añadido de unas torturas infames.

Terrible sufrimiento y atroz calvario, que no justifica el dolor que un sector de los israelitas causa ahora mismo a su alrededor. También los palestinos podrían entonar la canción de los desterrados de Babilonia: «Aquellos que siembran con lágrimas/ harán la cosecha con una sonrisa».