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A veces, algunas veces, una historia nos distrae tanto que nos traslada a otro universo. Fui a ver la película Parthenope de Sorrentino. Me encantó. Parthenope es el nombre de la sirena que, en la Odisea, tentaba a Ulises. Es también una antigua denominación de la ciudad. Es decir, Parthenope significa Nápoles. Es un título magnífico para una película que es un homenaje a la ciudad, representada por una mujer bellísima que arrastra consigo el peso de numerosas flaquezas, de su vulnerabilidad e incluso de cierta atracción por la sordidez. Las imágenes son de una intensidad que conmueve. Explosiones de mar Mediterráneo, escenarios de playas, de casas decadentes, de calles con encanto o destruidas por la miseria, de magia y de horror. La protagonista es la gran seductora, la mujer que enciende el deseo de todos. A la vez es la joven que pierde la inocencia a causa de una tragedia, que se mueve entre la claridad y el misterio, que es inspiración y sueño. Los diálogos son muy buenos. Me arrepentí de no llevar un cuaderno de notas para transcribir algunas de las frases que me impactaron, porque son dignas de recordar.

Allí, en la penumbra confortable del cine, viajé a Italia, un país que me fascina, y recorrí Nápoles, la ciudad de la belleza y el caos, de la intensidad y la contradicción. Cuando me di cuenta, se me había pasado el límite para entregar mi artículo. Me sentí mal, porque nunca antes me había ocurrido. Pensé en la sirena hechicera de la mitología. Pensé también en la seducción infinita de la ciudad napolitana que, a través de la pantalla, atrapó mi mente y mi voluntad. Tendré que volver a Nápoles.