No los cambiarías por nada en el mundo, y no es que estén solo en los grandes acontecimientos, creo que puedes dar con ellos hasta en los más insignificantes momentos. Solo nos exigen estar suficientemente abiertos para que entren casi sin permiso, de puntillas y dejar que se nos acuesten lo más cerca del alma.
Pueden llegarnos a través del canto de un pájaro, el chapurrear de una pequeña piedra plana que lanzamos sobre la superficie del mar cuando describe sonidos y suaves ondulaciones, esa mano y ese abrazo amigo que surge en los inesperados encuentros o esos otros desconocidos que buscan los tuyos como salvavidas de esa soledad que tantas veces te corroe por dentro, un hola como principio de algo y un adiós como meta o final de ese camino que un día emprendiste solo o acompañado, luchando contra mar y marea, llevando unas veces el timón de ese pequeño barco que es tu vida o cediéndolo cuando descubres que ya te queda poco de capitán y que a tu lado existen buenos marineros capaces de hacerlo navegar a toda vela.
Te lo dice tu experiencia por tantos acontecimientos acumulados y mientras observas la proa de tu embarcación abriéndose paso entre la espuma observas a lo lejos el guiño de ese faro que te dice por enésima vez hasta dónde puedes acercarte, hasta dónde puedes llegar, ni un palmo más ni un palmo menos, si es que lo que quieres es llegar a buen puerto.