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Incluso considerando que estamos en la cultura de la queja y el gimoteo, nos encanta lamentarnos y solo las mentiras nos gustan más que quejarnos, sigue siendo inexplicable ese diario torrente de lágrimas a propósito de las desdichas que al parecer generan las redes sociales, una pesadilla según sus usuarios, que son todos. Yo pensaba que esas lágrimas también serían virtuales y digitales, parte del disfrute, porque no tiene sentido quejarse tanto de un padecimiento al que no solo nadie te obliga (es facilísimo prescindir de esa monserga), sino que pagas gustosamente por ello y le dedicas buena parte de tu tiempo. Pero últimamente las quejas, denuncias y lloriqueos acerca de las redes han aumentado tanto que parecen el peor de los males del mundo. Intelectuales de gran prestigio peroran sobre sus nefastos efectos políticos, y en definitiva, cualquiera diría que la cosa va en serio.

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¡Victimismo voluntarioso! Con la cantidad de espantos inevitables de los que podríamos quejarnos con fundamento, y quedarnos a gusto, esto de las redes es inexplicable. ¡Lamentarnos y abominar de nuestro entretenimiento favorito! Si todas mis desgracias fueran así, libremente buscadas con afán, hasta yo sería más feliz que una perdiz. Es la apoteosis de la queja, quejarnos también de nuestras diversiones. Cierto que eso antes ya ocurría con el fútbol, por ejemplo, cuyos aficionados se pasan la vida sollozando, y ya sean culés o madridistas, quejándose sin tregua hasta de los árbitros. ¡De los árbitros! Como los críticos de cine, que de puro amor al cine, no soportan las películas, y sus agrios comentarios son diatribas o funerales. Pero lo de las redes parece un desastre exagerado, con enormes consecuencias políticas y sociales. Yo me saldría, aseguran, pero… Pero no se salen, tal es el inexplicable placer de quejarse. Doble en este caso, pues fomentan otra queja de moda. La de la desinformación y mentiras que infestan la vida pública, siendo así que como decíamos al principio, amamos las mentiras y ficciones (cine, novelas, artes), y de ningún modo podríamos vivir sin ellas. Es el paroxismo de la queja. ¡La queja recreativa! Perdonen, pero yo también tengo que quejarme de algo.