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La aflictiva situación parecía insalvable, hasta que el padre del pésimo alumno, para paliar su malestar, invitó a cenar al maestro de su hijo. Al cabo de una larga noche dispuesta de caldos y agasajos, deleites del oído por comedidas palabras, el docente regresó a su casa cargado de dádivas. A la mañana siguiente, el peor estudiante se había convertido en el mejor alumno…    Palabra más, palabra menos, esta historia, contada hace casi más de cuatro mil años, y todo acaba por saberse, indica que el soborno era una de las costumbres más antiguas de la Civilización. La prueba fue descubierta en Mesopotamia a orillas del río Éufrates, que por allí discurría con su hermanado Tigris.

Fue narrada por los antiguos sumerios, mediante el cuneiforme, un sistema de escritura apoyado en signos que parecían huellas de pájaros, dibujados con cánulas puntiagudas, que pudieron descifrarse en una de las tablillas de barro que desaparecieron del Museo de Bagdad. Don Sebastián de Covarrubias [siglo XVI] en el «Tesoro de la lengua castellana», nos aproximó, por dicho concepto, a un refrán asertivo cuando dice que «dádivas quebrantan peñas», es decir, lo más duro y fuerte se suele ablandar a la fuerza y eficacia de los dones o los regalos que se prodigaban secretamente y de socapa con la finalidad de vencer voluntades a cambio de los mismos. Si bien, la cordura de Ramon Llull advertía: «Car ço que saps no es tant como ço que no saps, no hages moltes paraules…».