Tenemos metida en el cerebro un ansia viva de lograr la felicidad absoluta y nos empeñamos en perseguirla como si fuera posible; como si tal disposición estuviera al alcance de cualquiera, pues basta reclamarla ardorosamente. Una pretensión tan absurda lo único que produce es desengaño.
Claro está que debemos codiciar el bienestar, llegando lo más lejos posible; buscando la manera de acercarnos a esos momentos de plenitud, que es lo máximo a lo que podemos aspirar. Pero conscientes de que a esos instantes les sucederán otros en los que nos sacudirá el malestar, porque la vida es un constante vaivén entre unos y otros. Nadie escapa a esta realidad, aunque parezca que algunos han conseguido atrapar la dicha: pura apariencia en la que caen los incautos, pura torpeza el juzgarlo así. El filósofo Julián Marías hablaba del «imposible necesario» y así es: cuanto antes lo aceptemos mejor irá nuestro paso por el mundo.
Lo sabemos, sin duda, pero cerramos los ojos para no advertirlo y en determinadas fechas, como las de semanas anteriores, actuamos con la aparente seguridad de quien entra en un paraíso fantástico. La relajación en las tareas, el estómago agradecido, la alteración que nos proporciona el alcohol y la nostalgia de momentos idealizados que estas fiestas propiciaron nos trastornan de manera tal que cambia nuestro ser. Es casi una exigencia, que naturalmente no se va a cumplir, aunque bien merece que pongamos de nuestra parte todo lo posible para gozarla.
Pensamos que para instalarnos en la felicidad es indispensable vernos bañados en oro, que nos saciemos de sexo o que se vea repleta el arca del poder. Sin duda, cuando eso llega en una cuantía discreta nos acerca, pero no hace falta decir que todos conocemos a personas que disponen de cantidades ubérrimas y, sin embargo, son desgraciados. De la misma manera que otros individuos consiguen ser felices en el sufrimiento, aunque nos parezca imposible. De lo que se deduce que se trata de un estado anímico que depende de nuestras expectativas, de la aceptación de lo que nos toca vivir, de algo tan inocuo en apariencia como lo que esperamos que ocurra al día siguiente: si es positivo, ya lo disfrutamos anticipadamente, aunque pasemos por un mal momento; pero si las perspectivas son malas lo sufrimos ya, aún hallándonos en las mejores condiciones.
No hay reglas para llegar a la dicha, pero sí las hay para ese vivir conformados. Suena a una actitud pasiva contra la que nos revolvemos, pero en sí no es algo rechazable, sino conciencia de nuestras limitaciones. Por supuesto que no debemos renunciar a la felicidad, ni a trabajar para lograrla, sino agradecerla cuando llega y no maldecirla si escasea. Otro filósofo preocupado por conquistar la felicidad es Bertrand Russell, quien aconseja «tender a evitar las pasiones egocéntricas y a la adquisición de afectos e intereses que impidan a nuestro pensamiento encerrarse perpetuamente dentro de sí mismo».
Y vivir con intensidad el día a día, que dejamos pasar la existencia entretenidos en minucias. Cuando nos damos cuenta ya es demasiado tarde, como sabía Francisco de Quevedo:
«Ayer se fue, mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto:
Soy un fue y un será, y un es cansado».