Con sus últimas declaraciones, Trump muestra, por si quedaban dudas, de qué pasta está hecho. A pesar de que todavía no ha asumido su cargo, ya avisa que no puede desechar ningún tipo de presión militar o económica con la intención de apoderarse del Canal de Panamá o de Groenlandia, obviando con ese típico carácter de los iluminados, que pertenece a Dinamarca. Alega que podría ser necesario para sus intereses económicos. Trata con condescendencia a Canadá, invitándola entre comillas a convertirse en el 51 Estado de su país tras la dimisión de Justin Trudeau.
Renombra el Golfo de México, demostrando su gran nivel geógrafo e historiador, como Golfo de América, ya que América es EEUU y lo demás son sucedáneos. Con ello regresa con fuerza a la primera línea de esa serie de líderes chalados con ansias expansionistas y trata de liarse a codazos y empujones con todos para demostrar que, pese a su edad, sigue estando en plena forma para exhibir estupidez supina. Alerta del peligro exterior como mera excusa para estas anexiones y chantajea a los canadienses con estas perlas: «No habría aranceles; los impuestos bajarían y no estarían amenazados por los barcos chinos y rusos que les rodean constantemente».
A sus espaldas, su amigo Elon Musk parece soplarle a la oreja todo lo que ha de soltar por esa boca de pato de dibujos animados que Dios le ha dado. En el colmo del cinismo, afirma que tanto Canadá como Groenlandia estarían satisfechos. En el pasado dijo que, con él en el poder, la guerra en Ucrania se acabaría en un día, palabras que solo los tarugos pueden creer a pies juntillas. Pero no agregó que él iba a montar sus propias guerras en aras de un supuesto peligro que amenaza la convivencia en América y que realmente sirve a los únicos intereses que él conoce: el dinero.