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Después de San Esteban ya estoy empachada de tanta comida, y todavía quedan la Nochevieja, Año Nuevo, Reyes y las torradas de Sant Antoni. Cada año igual. «Un día es un día», «una vez al año no hace daño», «ara que hi som tots»… Y así, los festejos se van acumulando y llenan la agenda y el estómago. ¿Por qué todas las celebraciones giran en torno a comer y beber? Estoy convencida de que mucha gente querría cambiar estas tradiciones, pero al final, por no hacerte el moderno, por pereza de organizar otra cosa o por no ofender a los mayores, casi nadie sustituye la comida tradicional por una excursión, así que las únicas opciones son no ir, o tragar, literalmente. Lo peor es que después de un día viene otro, y acaba pareciendo el día de la marmota.

Hay costumbres que nos encantan y nos gusta conservar: hacer el belén en casa, escribir la carta a los Reyes Magos, acudir a los recitales escolares, ir a Matines, hacer el turrón con toda la familia… Sin darnos cuenta o por hacer algo nuevo y divertido, vamos incorporando también tradiciones más modernas: el amigo invisible, Papá Noel o el Tió, los calendarios de Adviento, los jerseis navideños, el Panettone… Sin embargo, hay hábitos que podríamos poner en cuestión. Yo me declaro radicalmente en contra del exceso de azúcar y de alcohol, aunque sin brindar y sin turrón parece que no sea Navidad. Y aquí entrarían también las cenas de empresa: vas aunque no te apetezca, si no bebes eres un bicho raro y si te pasas ya hay cotilleo para todo el año.

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Por muchas razones además de la comida, las fiestas de Navidad producen el efecto amor-odio. En esta época se contagia la ilusión, especialmente en las casas con niños. Hay un deseo generalizado de hacer bien al prójimo y se nos llena el corazón de esperanza, el estado de ánimo que te hace pensar que las cosas pueden mejorar (y que nos puede tocar la Lotería). Las luces de Navidad, los villancicos, el Spotify Wrapped que nos resume lo que más hemos escuchado ese año… Pero la Navidad no hace que los problemas desaparezcan. Cuando faltan personas importantes en la mesa, o cuando no estamos bien, estos momentos se hacen muy duros. Aguantar a los cuñados, hacer regalos por imposición y sentarte en la mesa por obligación moral es digno de una medalla al mérito civil.

En este mundo moderno que nos ha tocado vivir, más no siempre es mejor, y en Navidad, tampoco. La dèria consumista que nos entra con el Black Friday, nos hace comer y beber como cosacos y nos hace acabar el año estrenando ropa interior de color rojo puede tener fin, si nos imponemos. Si no, bicarbonato y paciencia. Y si no saben qué regalar, les diré lo que nunca falla: calcetines. Brindo por un año sin excesos. Salut i molts d’anys!