Comienza el 2025, y su ágil o lento transcurrir, el tic-tac del reloj se perturba con la edad, se medirá con sus latidos en nuestro viejo globo que ignora la marcha atrás. Quizá por preguntarse de dónde vendrían, Michael Tournier publicó: «Gaspar, Melchor y Baltasar» [Ed. Noguera. Barcelona, 1980] o también por imaginarlos subiendo escaleras, o tal vez coronando la colina del menú de los sueños...
Evangelios apócrifos, respetuosos con el apóstol Mateo que pasó de puntillas, apuraron la fascinante historia con el relato del nacimiento de Jesús, Dios en un pesebre, cuando el ángel fue enviado a Persia en busca de los Magos a los que avisó del Nacimiento, y los invitó para que fueran a venerarlo. Entonces, esos príncipes, que vestían calzones sarabare, capas de piel y gorros frigios, y que según esas fuentes eran tres por los dones ofrecidos, emprendieron el viaje con un séquito de mil arrieros.
En Belén, lo adoraron; y María los gratificó con un pañal del recién nacido. Habiéndole ofrecido mirra e incienso, y voluble el metal precioso que procuró Baltasar, reputaron no obstante que el oro no siempre relucía. Así lo encarnó Cunqueiro: «Érase una vez un hada artúrica que logró fabricar oro, con tal magia, que nunca se extinguían sus existencias, pero tampoco sus pesares…». Como tampoco habrá de agotarse la sonrisa de Zènia cuando absorta tantee los presentes rendidos a sus pies, tras las arduas gestiones de las y los pajes reales…
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