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Hace una semana que cayó el régimen del sanguinario Bachar al Asad en Siria y vimos a miles de sirios exilados en todas las capitales del mundo festejar aquello que durante tanto tiempo habían anhelado. Asombraba contemplar cuántos sirios hay radicados en los países nórdicos, en Alemania, en Grecia, en Turquía… Cinco millones, dicen las estadísticas. Estarán, suponemos, deseosos de regresar a su tierra y rehacer una vida que quedó en suspenso con la larguísima guerra civil. Quizá a ellos les resulte atractiva la idea de instalarse en una nación regida por los preceptos religiosos que se mira en espejos como Afganistán. Lo primero que hizo el líder de los rebeldes, Al Julani -¿no se echa un aire a Fidel Castro?- fue entrar triunfal en la mezquita de los Omeyas para dar gracias a su dios y pronunciar un discurso.

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Allí dice la tradición que está enterrada la cabeza de nuestro San Juan Bautista (está construida sobre una catedral bizantina) y también la tumba del legendario Saladino. Un lugar sagradísimo para los musulmanes. Era su forma de bendecir su hazaña, arrebatarle el poder a la dinastía de los Asad y fundar un nuevo orden. Es pronto para saberlo, habrá que estar atentos a cómo evolucionan las cosas por allá, pero yo me temo lo peor. Nunca podré esperar nada bueno de estos tipos de turbante y barbotas, siempre en grupo, siempre hombres, mientras sus mujeres, hermanas, madres e hijas cocinan y crían niños en casa. Quizá era lo que anhelaban para ellos y sus hijos esos millones de sirios que escaparon del país. Extraña entonces que a la hora de salvar la vida fueran a refugiarse en países europeos democráticos, igualitarios y donde la justicia nada tiene que ver con la religión.