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Con la Navidad aflora puntual el espíritu más benévolo aunque se diluya pronto, en Epifanía, si bien perdure en «¡Qué bello es vivir!» de Capra, con el bancario Bailey protegido por su ángel Clarence, o en los «Cuentos de Navidad» de Dickens, con Mr. Scrooge, de camisón, gorro y pantuflas, acreedor de los fantasmas de la conciencia, que no vulneran el mensaje bíblico dirigido a creyentes y a dubitativos, arropados en todo caso de buena voluntad. Temas que invitan a reflexionar sobre valores adheridos a la caridad, la solidaridad y la esperanza.

Testigos del gran acontecimiento, como los pastores de imaginaria, fueron pintados por sublimes pinceles de todas las épocas. Aunque también hubo testigos invisibles, peregrinos de Judea, a los que les fue dado asistir al Nacimiento. Uno fue Olaf Gunnarson, un vikingo del siglo X, que estuvo en Belén y que, después de ver nacer al Niño, en un viaje al pasado que Álvaro Cunqueiro no aclaró, quedó ciego. Cuando Olaf regresó a Noruega, a todos cuantos quisieron escucharlo les contó lo que había visto de modo tan inteligible y hermoso que sus palabras por un instante se hacían visibles en el aire, y los oyentes veían junto al portal, el rostro amable de María, la sonrisa de José y la luz que surgía de Emmanuel, como si entre las hojas del pesebre se hubiera posado una estrella. Permítanme desearles salud y paz; y felicidad, que es su secuela.

¡Molts d’anys!