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X, honorable ciudadano jubilado de más de 80 años, recibe de su entidad bancaria, sea cual sea, una tarjeta de crédito en su domicilio sin haberla solicitado porque no responde a la renovación de otra tarjeta.  Aún así, X piensa que debe sustituir a la anterior y la activa en el cajero automático. Hasta ahí todo bien. A final de mes encuentra que su saldo ha disminuido drásticamente. Detecta un concepto en sus movimientos que le alarma y que muestra un pago sospechoso. 

X no sabía que la tarjeta que la entidad bancaria le había enviado sin avisar era una tarjeta revolving, también llamada de plazo aplazado.  Para que se entienda mejor: cada vez que se usa esa tarjeta, sea para sacar dinero, pagar una transferencia o pagando en un datáfono del supermercado genera intereses altísimos aunque venga maquillando con perlas como «pagar cómodamente una cantidad fija cada mes».  Pero no te hablan de la estafa de los intereses y, además para redondear la pantomima, en la carta adjunta, en una letra minúscula y en un lenguaje altamente complicado para alguien profano en la materia, a X le generan más dudas que soluciones con que se hace bastante complicado distinguirla de otra cualquiera. 

Con este tipo de modalidad de pago se entra en un bucle en el que X nunca logra subsanar su deuda porque los intereses se van incrementando cada vez más.  Reclamar es complicado por las dificultades que te opone el banco para que no se cancele la tarjeta, ni tan siquiera una visibilidad que permita al usuario estar al corriente de lo que le va a costar el uso de la misma.  Es una muestra más de los peligros que conlleva fiarse a ciegas incluso de tu propia entidad bancaria.  Los expertos recomiendan que antes de denunciar trates de negociar con el banco, pero X queda tan decepcionado que considera que la única opción que le queda es cambiar de banco y esperar una próxima estafa.