La DANA que golpeó la Comunidad Valenciana dejó una huella profunda en la región y en el país, por la magnitud del número de víctimas, por los daños materiales, cuyo impacto económico se calcula en cientos de millones de euros, y las pérdidas emocionales de quienes lo han perdido todo es incalculable. Esta desgracia o tragedia ha puesto de manifiesto tanto, las carencias del sistema político-administrativo como las fortalezas y solidaridad de nuestra sociedad.
En este contexto, conviene analizar con detenimiento lo sucedido, reconocer los fallos de las administraciones, ensalzar la labor de la ciudadanía –especialmente la de los jóvenes– y plantear una propuesta que podría marcar un antes y un después en la relación entre los políticos y la población.
Lo que hemos visto es que una vez más, los políticos, sin distinción de color, que dirigen las administraciones públicas han demostrado estar mal preparados para afrontar situaciones de emergencia. Mientras las imágenes de la catástrofe inundaban los medios, las ayudas prometidas brillaban y brillan por su ausencia, o son muy lentas en materializarse. Ahora los afectados se enfrentan a una burocracia asfixiante. Familias enteras que han perdido sus casas o sus vehículos tienen que navegar por un laberinto de trámites, formularios y requisitos que parecen diseñados para desesperar aún más al ciudadano en lugar de apoyarlo.
La responsabilidad recae principalmente en los gobiernos estatal y autonómico, cuya falta de coordinación y lentitud ha agravado el sufrimiento de las personas afectadas. En lugar de priorizar soluciones rápidas y efectivas, hemos visto como las administraciones se sumían en reproches mutuos, dejando a los ciudadanos a su suerte. En un momento en el que las palabras sobran y los actos son necesarios, los políticos ofrecieron y siguen ofreciendo un espectáculo bochornoso, alejando aún más a la ciudadanía de sus representantes.
Frente a esta desidia institucional, la sociedad civil volvió a demostrar que es el verdadero pilar sobre el que se sostiene este país llamado España. Los voluntarios, en su mayoría jóvenes, se movilizaron con una rapidez y una eficacia que desbordaron cualquier expectativa. Jóvenes que, en muchas ocasiones, han sido injustamente señalados como egoístas, desinteresados o poco comprometidos, nos han dado una lección de madurez, generosidad y empatía.
En este sentido, debemos hacer un acto de contrición colectivo. Como sociedad, hemos fallado al juzgar con dureza a nuestras nuevas generaciones, subestimando su capacidad de implicarse en causas nobles y de actuar con valentía en situaciones adversas. Arturo Pérez-Reverte, en una de sus recientes intervenciones en «El Hormiguero», reconoció este error al destacar el papel crucial que los jóvenes desempeñaron durante la pandemia y en otras crisis recientes. Es momento de dejar atrás prejuicios injustificados y de sentir un profundo orgullo por la juventud que tenemos.
Estos jóvenes, que trabajan codo a codo para limpiar calles, rescatar a los más vulnerables y reconstruir lo perdido, son la prueba viviente de que el futuro de nuestro país está en buenas manos. Su compromiso debe servirnos de inspiración y recordatorio de que, incluso en los peores momentos, la grandeza humana florece cuando más se necesita.
Pero, si bien la solidaridad ciudadana ha aliviado el dolor de muchos, los damnificados se enfrentan ahora, tal como ya he apuntado, a un nuevo obstáculo: la burocracia. Las personas mayores, que suelen carecer de acceso a herramientas digitales o conocimientos para manejarse con la tecnología, están especialmente desprotegidas. La falta de información clara y accesible, sumada a la complejidad de los trámites, convierte el proceso de solicitud de ayudas en una misión casi imposible para muchos.
Esta situación refleja un problema estructural en nuestro país: un sistema diseñado para funcionar de espaldas al ciudadano, en lugar de facilitarle las cosas. En una tragedia como esta, resulta inaceptable que quienes más necesitan apoyo se encuentren atrapados en un laberinto administrativo.
Ante este panorama, surge una idea –a buen seguro los afectados calificaran de demagógica- que podría no solo aliviar la carga de los afectados, sino también reconciliar a la población con sus representantes: «que un gran colectivo de políticos haga suya la responsabilidad de gestionar y agilizar las ayudas».
Imaginemos que los 61 eurodiputados, los 350 diputados del Congreso, los 265 senadores, y los 99 diputados de las Cortes Valencianas se desplazaran a las zonas afectadas durante una semana, para atender personalmente a los damnificados, organizando oficinas de tramitación de ayudas en colaboración con el personal técnico correspondiente. Si a esto añadimos que el 50% de los asesores de la Moncloa participara también en esta tarea, no cabe duda de que las solicitudes se resolverían en tiempo récord.
Sería un gesto de solidaridad y compromiso que trascendería cualquier ideología o partido. Con sueldos medios de entre 4.500 y 12.000 euros al mes, dependiendo del cargo, estos representantes tienen la responsabilidad moral de demostrar que su trabajo no se limita a despachos y discursos, sino que están dispuestos a arremangarse cuando la situación lo exige.
Además, este gesto tendría un impacto simbólico incalculable. En una sociedad cada vez más desencantada con la política, la imagen de nuestros representantes trabajando codo a codo con los ciudadanos sería un ejemplo de humildad y empatía que marcaría un punto de inflexión.
Conclusión: no basta con quedarnos en la reflexión. Es momento de actuar. Los políticos tienen ahora la oportunidad de demostrar que su posición no es un privilegio, sino un servicio. Reitero que hacer suya la propuesta aquí planteada no solo aliviaría el sufrimiento de los damnificados, sino que también sería una muestra de respeto hacia los ciudadanos que, con sus impuestos, sostienen estas instituciones.
En definitiva, la DANA no debe ser solo un recordatorio de lo que falta por hacer, sino también una oportunidad para construir un país más solidario, eficiente y reconciliado consigo mismo. Porque, al final, la verdadera grandeza de una nación no se mide por sus catástrofes, sino por cómo las afronta.