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Los jurados de los concursos artísticos con prestigio siempre se reservan el derecho a dejar desierto el premio, no sea cosa que tengan que elegir entre malo y peor. En las elecciones políticas, en cambio, esto no ocurre. Donald Trump nunca debió de haber llegado a la Casa Blanca. Ni siquiera sus votantes pueden negar que Trump es un mentiroso, incapaz de respetar la convivencia, cuyo lenguaje es divisivo hasta la violencia y que está rodeado por fanáticos peligrosos. Sin embargo, ha conseguido el premio. Cuando un personaje como Trump vence, cuando eso ocurre en medio de mil y una advertencias, hay que analizar inmediatamente la alternativa que tenían los votantes, o sea Kamala Harris, escogida como recurso de último momento, y el Partido Demócrata. Porque el ser humano muchas veces toma decisiones horribles, pero es que no podía dejar el resultado desierto. En cierta forma, es lo mismo que ocurrió un poco antes en Argentina: para entender por qué ganó un chiflado como Milei, hay que entender el destrozo que había causado el peronismo. Porque el razonamiento de que de la noche a la mañana los americanos o los argentinos se volvieron fascistas es de una simpleza ridícula.

Los demócratas en Estados Unidos son el vivo reflejo del progresismo cultural, del nuevo marxismo que se ha metido en una guerra que, partiendo de realidades ciertas, ofrece soluciones surrealistas. Los demócratas han pasado de ser los defensores de la clase obrera a ser portaestandartes del progresismo woke, post-moderno e irracional. Una ideología que se aplica sin consultar porque es la verdad y la verdad no se discute, se impone. Esto es tremendamente disruptivo porque cuando el otro tiene la verdad sólo queda acatar. No se los puede calificar de intolerantes porque poseen la verdad, pero las consecuencias de cuestionarlos son violentísimas, fundamentalmente la cancelación, aplicada sobre todo en los medios de comunicación y en el mundo académico. Hablamos de la cuestión racial, de los conflictos de género, de las minorías étnicas o del colonialismo. Lo común a estos temas es que de esto no se come –y eso es importante para quien ve que se empobrece día a día–.

Boeing, por poner el ejemplo de una gran corporación que va a la deriva, acaba de cerrar su departamento de integración de minorías y ahora dice que va a reclutar a su plantilla por méritos y no por cuotas. No es para nada un caso aislado: es la realidad cotidiana en Estados Unidos y, en parte, también aquí, donde hemos legislado que en los Consejos de Administración de las empresas haya paridad, cosa que en muchos casos es imposible salvo que ignoremos el mérito. En este disparate, conozco una organización propiedad de mujeres, dirigida por mujeres, con los cinco cargos más importantes en manos de mujeres, que ha creado una comisión de igualdad para estudiar aquellos supuestos en los que la mujer esté discriminada. Y le llaman «comisión de igualdad».

Estados Unidos nos lleva décadas de distancia en este camino alucinante y disparatado, con el conflicto racial allí mucho más intenso. Y con un sistema educativo que excluye al que disiente. Al final, como sucede siempre que falta libertad, se ha impuesto el silencio, únicamente roto por algunos chivos que se exponen a ser sacrificados en la plaza pública, con los medios periodísticos generalmente haciendo de comparsa acrítica.

En ese ambiente, los americanos han terminado votando a un impresentable, en parte porque habla de recuperar el auge económico, en parte porque cuestiona a los cobardes que callan ante tantas barbaridades, en parte porque dice verdades incómodas sobre la dictadura china, en parte porque es una esperanza. Pero hemos de recordar que Trump era el menos malo de los candidatos.

Las derrotas del laborista Jeremy Corbyn en Gran Bretaña tuvieron causas similares: les hablaba a los obreros del ‘cinturón rojo’ de enviar un barco al Mediterráneo para rescatar emigrantes, de poner un tercer baño en las fábricas y de usar lenguaje inclusivo cuando ellos sólo querían llegar a fin de mes. Ahora, en cambio, Starmer volvió a las raíces laboristas y le va mejor.

A mí me interesa incidir en que algo así puede estar cocinándose en España: decepcionados, primero buscamos auxilio en Podemos y, más tarde, en Vox, pero vistos los fracasos, quizás votaríamos a un chalado que afortunadamente no aparece. Si ocurriera, dirán que toda España se ha vuelto fascista, cuando en realidad olvidan que estamos obligados a votar entre lo que nos ofrecen, entre malo y muy malo.