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Recuerdo haber visitado alguna casa vieja en la que mantenían la fresquera de cuando no existían los frigoríficos. Y la nevera maloliente de la madre de un amigo del instituto, que siempre olía a comida porque guardaba los restos en platos sin cubrir. He visto frigos en los que se intentan camuflar los malos olores con ambientadores y otros, los que teníamos en el piso de estudiantes, casi tan vacíos que daban pena. Los hay que sirven de bodeguilla, llenos de botellas de alcohol, y los que están repletos de tuppers que te envía tu madre para asegurarse de que comes algo decente.

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Yo sueño con tener algún día uno doble, enorme, muy americano, pero cuando lo consiga probablemente viva sola y ya no me hará falta. Los que somos hormiguitas más que cigarras disfrutamos del congelador porque nos permite tener esa paz mental que proporciona la idea de que nunca te faltará comida. En ciertos países tener nevera es un privilegio, por los apagones que lo echan a perder. Es cierto que los frigoríficos son un universo en sí mismo. Por eso últimamente se empiezan a hacer análisis sociológicos y hasta económicos sobre lo que guardamos dentro. Es un fiable indicativo del nivel socioeconómico de su propietario.

Los pobres aspiran a comprar ultraprocesados caros y nefastos para la salud; los pudientes los llenan de alimentos orgánicos, igualmente caros pero saludables. Ya no son solo un electrodoméstico útil que ha liberado a la mujer de hacer la compra a diario, también prolifera una tendencia, el fridgescaping, que los convierte en obras de arte. Dentro, las más cool de Instagram meten floreros, objetos decorativos, hasta el retrato familiar estilo victoriano con un barroco marco dorado. Vivir para ver.