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La coladuría de mi casa parece una estación de reciclaje porque a la basura de toda la vida hemos ido añadiendo según las recomendaciones la bolsa para envases y plásticos, la del papel, la del vidrio, las pilas usadas, incluso textiles que se pueden aprovechar para otras cosas. Cada vez que la veo me entra cierta vergüenza ajena porque estoy convencida de que ese esfuerzo diario que hacemos la mayoría de los ciudadanos cae en saco roto y se nos ríen a la cara, en parte con razón. Se celebra en Bakú una nueva cumbre climática, de esas que periódicamente convocan las más altas instancias planetarias para no se sabe qué, aparte de contaminar lo que no está escrito y seguramente firmar bajo la mesa convenios bochornosos para la humanidad.

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Nuestro adalid contra el cambio climático, Pedro Sánchez, convencido de que lo de Valencia es causa de esa nueva epifanía ideológica, ha marchado para allá utilizando un helicóptero y dos aviones privados. La web del Falcon informa que ese desplazamiento (solo la ida) ha provocado noventa toneladas de CO2, equivalentes a ocho años de un coche circulando. Multipliquemos la gracieta por la cantidad de presidentes, primeros ministros, asesores, séquitos, seguratas y demás cortes que acuden a un evento de estos. No me echo a llorar porque no se lo merecen. No digo lo que merecen porque es delito hasta pensarlo. Mientras, la industria europea y americana tiemblan porque los chinos ya saben cómo construir coches eléctricos buenos, bonitos y baratos, cosa que aquí aún no hemos descubierto. Por eso, la reacción es cerrar fronteras, poner aranceles, bloquear el progreso. Si el cambio climático fuera una amenaza inminente del calibre con que lo pintan, ¿harían todo esto?