Los caprichos nunca hay que razonarlos porque pierden toda la gracia. Qué gracia tiene comer cacahuetes, capricho de ratas, o leer los desórdenes amorosos de unos niñatos de Verona que llevan siglos muertos, o aficionarse a tal marca de móvil, o pasar la mano por superficies suaves y tibias, algo convexas. Ninguna en especial, salvo que previamente te sobrevenga el capricho, que es lo que hace respetable cualquier cosa. Los caprichos son lo que son, caprichos, y cuanto más los analices y manosees, más pronto se desintegran. Se volatilizan.
Por el procedimiento de no pensar mucho en ello, tuve durante años el capricho de llevar gorra y hasta de preferir más una gorra a las otras, hasta que un día pasando con la Vespa por delante de un escaparate (aún no era obligatorio el casco) me vi con esa gorra a cuadros, como Andy Capp en las tiras cómicas, y me entró el súbito capricho de no llevar gorra. Capricho que mantengo hasta el presente, en un alarde de duración poco común en materia de caprichos. En fin, que ya de joven iba de capricho en capricho, pero sin preguntarme por qué. El porqué es la muerte de los caprichos. Se trata de apetencias urgentes, pero tenues, las tomas o las dejas.
Y esto sirve igual para caprichos intelectuales, espirituales, materiales o concupiscentes. Incluso ideológicos, que son los de apariencia más sólida. Pero es fachada porque los caprichos, caprichos son. Me respeto mucho los míos, aunque no los comprenda ni intente comprenderlos, porque una vida sin caprichos es un aburrimiento insondable. Y quién me garantiza que vayan a durarme. Así que me adapto a ellos sin hacerme preguntas, y a veces los superpongo según van surgiendo. El otro día estaba disfrutando del excelente libro de Bernd Brunner «Cuando los inviernos eran inviernos» (no confundir con cuando los hombres eran hombres y las mujeres mujeres, ni necedades por el estilo), y quién sabe por qué me asaltó de pronto el capricho de volver a leer, 50 años después, «Las sirenas de Titán», del maestro de la ciencia ficción desternillante Kurt Vonnegut. Dicho y hecho; ahora los simultaneo. ¿Y eso puede hacerse? Con los caprichos, sí. Se puede y se debe. A capricho.