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Llevamos dos semanas con el corazón compungido viendo barro por todas partes y a todas horas. Es una pesadilla. Y lo es porque todo esto que vemos constantemente es real. Si se tratara de una película de terror, podríamos descansar al terminarse el día. Pero no acaba, y no estamos descansando nada. Incluso ocupa nuestras pesadillas. Me parece que ya he soñado varias veces que estoy inclinada con una pala achicando agua sucia. Para que todo esto se pueda soportar, hay que contarlo como si se tratara de una película, es decir, de un espectáculo. Porque, al final, todo se convierte en un gran espectáculo. Aún así, cuesta mucho acostumbrarse. Y eso que hemos visto grandes películas de desastres naturales que preconizan que no hay que jugar con la naturaleza –porque es muy mala– ni construir casas y edificios en zonas inundables.

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Me viene ahora a la cabeza «La senda de los elefantes», un drama aventurero con Elizabeth Taylor y Dana Andrews en el que se demostraba que una manada de elefantes a la que habían obligado a cambiar de ruta para construir una mansión acababa por volver a pasar por ella y destrozaba todo lo que encontraba en su camino (la mansión). Se ve que, como era muy pequeña cuando la vi, esta película me impresionó tanto que ahora, en lugar de ver coches amontonados y un puente derrumbándose, veo elefantes reclamando su tierra. Que es lo mismo que decir que las aguas han vuelto a ocupar lo que era suyo. Lo mismo le ocurrió a la baronesa Blixen cuando quiso desviar el cauce de un río para tener más agua en su plantación de café en Kenia. Cansada de intentarlo una y otra vez, tuvo que acabar reconociendo que era mejor dejarlo estar. «De todos modos, estas aguas viven en Mombasa», dijo. Y está visto que en cualquier parte existe agua que vive en Mombasa. Esta vez llamémosla Valencia.