La educación, siempre con leyes cambiantes y zarandeada por la conveniencia política, se encuentra ahora en un momento decisivo, un cruce de caminos en el que debe apostar si continúa con la digitalización acelerada en las aulas o si echa el freno y, de algún modo, emprende una lucha en solitario contra una tendencia social que, en muchos aspectos, se ha convertido en necesidad. Porque hoy cualquier trámite por insignificante que sea necesita una serie de competencias digitales cuando antes se resolvía en una ventanilla con una persona.
Muchos adultos que recibimos una educación analógica, a base de tomar apuntes y consultar diccionarios, tampoco sabemos ya funcionar sin preguntar al todopoderoso Google; perdemos tiempo que robamos a la lectura pasando pantallas sin pensar en el móvil, el adictivo scrolling, y por lo tanto, no somos un buen ejemplo. Igual que cuando en casa se toman unas cervezas o alguna copita de vino sin darle más importancia, y queremos que luego los adolescentes sean abstemios en las fiestas, ahora pedimos a los profesores, mientras no paramos de comunicarnos por redes y plataformas digitales, que asuman una tarea hercúlea que es nadar contracorriente.
La pérdida de habilidades como el escribir un texto a mano, la capacidad lectora y la concentración en los niños de ahora es una realidad. También lo es que, ante este problema, algunos países están revisando sus planes de digitalización en las aulas. Pero a pesar de mi apego al papel y a que demasiadas veces añoro los tiempos en los que se podía estar verdaderamente desconectada, no creo que ese proceso se vaya a revertir. La escuela es el lugar para aprender a hacer un uso razonable y crítico de esas tecnologías, que a veces las propias familias ponen en manos de los niños demasiado pronto. Lo razonable es que se combinen habilidades y métodos para que esos nativos digitales no se conviertan en analfabetos funcionales.