Una nube de preadolescentes, doce años como mucho, se arremolina frente a los estands de cosmética de un supermercado, parlotean entusiasmadas y se prueban sombras, coloretes, lápices de labios. En una franquicia de otra cadena del sector de la belleza interrogan a la dependienta sobre las virtudes para la piel del ácido hialurónico, el retinol y el colágeno. He escuchado a alguna de estas trabajadoras explicarles, con educación, sensatez y a veces una media sonrisa, que «quizás a tu edad no necesites este tratamiento».
En algunas tiendas sin embargo, aleccionadas sobre este nicho de mercado, el de la casi infancia que se trata las arrugas, se perfila los labios y enloquece por las uñas postizas, las dependientas dan un trato casi reverencial a las nuevas consumidoras de cremas antiedad, con explicaciones de todo tipo para cuidar sus manos y su cara, sabiendo que hay venta asegurada, que las pequeñas no repararán en gastarse la paga en un sérum que desde luego no necesitan; o si no, habrá unos padres dispuestos a satisfacerlas porque, al final, ¿no es algo divertido e inocente que quieran imitar a las adultas? Opino que no lo es. Hay algo que rechina en esas rutinas de cuidado facial o maquillaje completo que las crías de hoy día ven en bucle en redes como TikTok, es otra forma más de robarles la infancia, los mejores años, esos en los que basta la cara lavada y algo de protección solar para salir felices a la calle. Sin nada que resalte sus pómulos, disimule ojeras inexistentes o aporte volumen a los labios de las niñas para hipersexualizarlas. Ya hay un término que define esa obsesión, la cosmeticorexia, que no solo puede producir daños físicos sino también psicológicos, de autoestima, de búsqueda de una perfección inexistente. La misma presión de siempre pero multiplicada por internet y cada vez más pronto, una guerra entre psicólogos y dermatólogos y las marcas e influencers. El negocio encuentra ahora otro filón en las más frágiles e inseguras, las niñas.