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Retirado en la paz de los desiertos, me despierta el estruendo de vestiduras rasgadas y corifeos parloteando sobre el diputado rijoso y la actriz que le ha denunciado. Un caso que presenta bastantes interrogantes pues tanto el escrito de dimisión del político como la denuncia parecen ser una conmemoración del centenario del manifiesto surrealista y pese a que no ha sido juzgado ya han caído sobre los protagonistas un sinfín de sentencias condenatorias.

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Cuando se llevan unos cuantos años en el oficio de vivir, uno ya ha sido testigo de una sucesión de modas intelectuales con sus diferentes maletas de reglas morales, a menudo contradictorias unas con otras. Se llaman ultracatolicismo, comunismo en sus diferentes versiones, fascismo, freudismo, acracia, wokismo, populismo... y todas las que vendrán. Ya nos advirtió el novelista Ernst Jünger que «ninguna época escapa a su locura» y él lo sabía muy bien pues luchó con el ejército nazi en la Segunda Guerra Mundial.

Lo que no cambia es que cada uno de estos movimientos ha tenido sus inquisidores, canceladores, censores, autos de fe y su policía de la moral. Todos ellos gentes persuadidas de que están en el lado bueno. En otros lares, esta guardia puritana es todavía más peligrosa pues va armada para impedir que las mujeres anden sin velo o pone bombas en nombre de los escritos de un profeta del siglo VI.
Sucede que la suerte de los lapidadores es caprichosa y, a veces, son ellos los que terminan siendo apedreados.