Su personalidad, su porte, su templanza, su verdad… La verdad. Gisèle Pelicot me resulta una mujer extraordinaria y admirable. Es una víctima autorreconstruida, transformada en heroína a partir de una metamorfosis no buscada, que ha convertido la perversión más repugnante en una lucha sin armas, solo sostenida por la racionalidad más aplastante, alejada de sentimentalismos y capaz de desenmascarar y avergonzar, por fin, a los verdugos y hasta el sistema.
Ya sabemos que el derecho a la defensa es necesario en un modelo democrático. Pero a veces pienso en lo difícil que sería para mí conciliar el sueño sabiendo que trabajo para buscar la mínima pena para un delincuente o, peor, para declarar inocente a un culpable. Porque Gisèle se ha sentido «herida», no solo por su marido, ese monstruo en el que creyó como compañero de vida, y no solo por los 51 hombres identificados como asquerosos autores de al menos 92 violaciones, sino también por los profesionales que les representan. Los abogados de la defensa la han humillado al insinuar que es alcohólica y cómplice. Una letrada le preguntó si le parecía «creíble» no haber notado nada en su cuerpo o si no le había caído esperma al levantarse por la mañana. Como si los 3.000 vídeos y fotografías, incluidas las de la propia hija del matrimonio, fueran un montaje hecho con inteligencia artificial.
Creo que hay otro foco que inflige dolor, además de incomprensión, y es el inexplicable apoyo de las mujeres de los agresores. Porque las madres ya se saben incondicionales, pero las parejas, al mismo tiempo engañadas y pulverizada la confianza conyugal, en este caso no por infidelidades, sino por violaciones, no pueden acogerse al amor para perdonar algo así, y menos para justificarlo. Porque entonces se traicionan a ellas mismas y a ese hermoso concepto de sororidad, tan necesario ante la violencia machista.
Resulta tan sorprendente como indecente que los hombres que ultrajaron a Gisèle no reconozcan violación en sus hechos, a excepción de dos, pese al evidente no consentimiento de la mujer y a su estado de inconsciencia. Algunos han ofrecido surrealistas pretextos, como que creían que contribuían a una fantasía sexual del matrimonio. Algunas de las excusas argüidas están amparadas judicialmente de forma absurda, como el alcohol o las drogas, que jamás deberían considerarse circunstancias atenuantes, sino agravantes, porque cuando uno consume estas sustancias de forma voluntaria conoce sus efectos y riesgos. También debería ser agravante el abuso aprovechando una relación familiar, un entorno que debería ser de protección y no de maltrato.
La brutal lección de esta mujer es hacernos entender que la vergüenza no puede sentirla la víctima, sino los agresores. Y por eso ha pedido hacer públicas esas imágenes donde se la ve atacada, desnuda, desvalida y con la intimidad pisoteada. Pero con su dignidad intacta y una grandeza humana ejemplar. Gracias, Gisèle.