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Una de las críticas hacia la gestión de la crisis del agua en Maó se refiere a la comunicación con la ciudadanía. Un aviso en el canal de WhatsApp municipal y en    redes sociales fue la vía elegida para informar de que el agua no era apta, y la carta de la concesionaria fue enviada mucho después. Sucedió igual con las inundaciones en agosto, el Consell utilizó las redes para lanzar una alerta que no evitó que muchos conductores se vieran atrapados en la carretera. Hoy, mandatarios de cualquier país se manifiestan sobre asuntos trascendentales en X; ahí está la famosa carta a la ciudadanía del presidente del Gobierno para anunciar su periodo de reflexión.

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Nadie puede negar la inmediatez y eficacia de la digitalización de ese contacto entre las instituciones y la sociedad pero de ningún modo debería de ser el único canal, abandonando otras vías. Uno no puede colgar un post sobre un problema público de cualquier índole y quedarse tan tranquilo suponiendo que todo el mundo ha recibido el mensaje. Reforzar esas formas de comunicación con el buzoneo de toda la vida puede ser mucho más efectivo. En demasiadas ocasiones se olvida que estar presente en redes no es una obligación, y que divulgar asuntos de interés general solo a través de ellas supone discriminar a muchas personas que también merecen ser informadas, aunque no sigan a su ayuntamiento en Instagram.

Algunos no están en internet a causa de la llamada brecha digital, que deja atrás sobre todo a los mayores, pero otros simplemente no quieren, reniegan de la hiperconexión y no por ello deben ser excluidos de las comunicaciones oficiales. Estas deberían ser una combinación de canales tecnológicos y tradicionales, para no contribuir a esa marginación de lo analógico y porque hay que ser consecuente: de nada sirve señalar lo dañino de los móviles para los niños, con su dependencia y sobreexposición en las redes, si por otro lado no se dan alternativas a aquellos que no viven pegados a una pantalla.