TW

Dentro de un mes volveremos a ver en los supermercados esos carros vacíos y esos voluntarios del Banco de Alimentos que esperan que los llenemos con productos imperecederos para repartir comida a quien no la puede costear. En tiempos de mi abuela las cuestaciones en las iglesias iban para los rusos y los chinos, países con poblaciones enormes y tremendamente pobres. En mis tiempos las estrellas eran los niños de África, cuyas imágenes nos estremecían por la extrema delgadez, las barrigas hinchadas y las moscas rondando la mirada. Ahora los desamparados están a nuestro lado, viven en nuestras calles y, como nosotros, muchos acuden a su trabajo puntualmente cada mañana. El mundo está al revés y me niego a creer que nada de esto tiene remedio.

Noticias relacionadas

Al margen de adicciones o problemas mentales o físicos graves, es inconcebible que ciudadanos trabajadores, con una familia a cargo, que cumplen las leyes y hacen lo que a todos nos han dicho que tenemos que hacer no puedan acudir al súper y hacer la compra que necesiten. Los organizadores de estas colectas dicen que dan de comer a más un millón de personas en España durante todo el año. Y no son los únicos, hay cientos de oenegés que se dedican a eso mismo. No solo aquí. En países punteros, como Estados Unidos, millones de ciudadanos dependen de los cupones de alimentación para cubrir sus necesidades básicas. ¿Me quieres decir que esto es aceptable? ¿Que debemos ver, oír y callar? Si la pobreza fuera un cáncer, la beneficencia no es más que una tirita o una aspirina. La desigualdad crece en todas partes, incluida la rica Europa, y parece que a nadie le importa. O sí, a esas organizaciones que han creado auténticos emporios sobre la triste necesidad de la limosna.