Pedro Sánchez se hizo con el poder en España gracias a una moción de censura en junio de 2018 que le acabó convirtiendo en presidente del gobierno. Consiguió entonces poner fin a la carrera política de Mariano Rajoy, al que apenas unos meses antes había apoyado en la aplicación del artículo 155 en Catalunya por la declaración fantasmagórica de independencia que había hecho Carles Puigdemont.
Esa fue la oportuna respuesta del PSOE, sometido a las decisiones de su líder, para que fuera él quien ondeara la bandera contra la corrupción del Partido Popular sustanciada en las condenas por el vergonzoso caso Gürtel.
En su defensa de la moción de censura y en su discurso de investidura Sánchez proclamó que llegaba al cargo para desterrar prácticas ilícitas desde la administración anunciando que investigados o imputados, aunque no fueran condenados, no tenían cabida en el nuevo gobierno que echaba a andar bajo su dirección.
Transcurridos más de seis años desde entonces, el presidente del gobierno se agarra a la poltrona solo por el apoyo de partidos independentistas y de un pasado ligado al terrorismo que le humillan sin reparos a cambio de sus votos. Convive con las sospechas de corrupción y tráfico de influencias de su propia esposa, de su propio hermano y del que fuera el número dos del partido, arquitecto de la maniobra que le llevó a la Moncloa, el otrora ministro, José Luis Ábalos. Todos ellos están imputados en los juzgados o a punto de serlo, en el caso del diputado denostado por su partido.
A esta insólita relación de agravios de quien iba a ser el adalid de la transparencia, que ha hecho de la mentira su hoja de ruta, se une la imputación del fiscal general del Estado, apéndice del propio presidente. No debe extrañar, por tanto, que también haya conseguido el mayor de los desprestigios en esta institución capital del Estado de derecho. Y ahí siguen los dos como si nada de lo que ocurre tenga que ver con ellos.