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Si un conflicto total llega a producirse los combatientes de Irán, Irak, Yemen, Afganistán y Pakistán serán socios de tal guerra». Son palabras del fallecido Hassan Nasrala, líder de Hizbulá, enumerando sus apoyos en caso de que el enfrentamiento con Israel fuese a más. Su organización terrorista cuenta con cien mil combatientes, a los que se unirían los treinta mil de Hamás, otro grupo terrorista al que no les une nada más que su enemigo común: el Estado hebreo, único ejemplo de democracia en la zona. Oriente Próximo es un avispero, probablemente acentuado por alguna mutación genética en la raza originaria de esta región. El otro componente, claro, es la religión, ese opio universal que se ha convertido en arma arrojadiza y causa de decenas de miles de crímenes. Ni siquiera ahí están emparentados Hizbulá y Hamás, puesto que a pesar de ser musulmanes ambos y partidarios de imponer los arcaicos preceptos religiosos como estilo de vida, se odian a muerte.

Los libaneses de Hizbulá son chiítas (¿a que nos recuerdan a la fabulosa escena de María Barranco en «Mujeres al borde de un ataque de nervios»?), con ramalazo iraní, iraquí y sirio, representantes de una pequeña pero poderosa minoría del islam. Hamás son sunitas, como la inmensa mayoría de los mahometanos, con apoyo de Qatar. Si Israel no existiera, todo el territorio palestino estaría en llamas por el encontronazo entre estos dos, pero el país de Netanyahu es ahora su motor para ejercer la violencia extrema que tanto les gusta y que detonaron hace un año. Si sumamos la población de esos países que mencionaba Nasrala, suman 443 millones de personas. Israel tiene menos de diez, aunque poderosos aliados. ¿Sería un enfrentamiento justo?