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La imagen del nocturno cielo israelí rasgado por las colas de los misiles iranís es la experiencia sublime por excelencia de nuestro presente. La guerra que se avecina no tiene precedentes. Y nos mantenemos en la pasividad propia de las sociedades que, de tan bien vividas (o de tan bien que han vivido), no son capaces de imaginar la posibilidad de la totalidad de lo construido derrumbado. Somos incapaces de pensar en esa posibilidad porque, como espectadores, en esas imágenes bélicas, solo experimentamos una terrible y sublime belleza. Sin embargo, nuestro pasado es la historia de la sucesión de retrocesos.

La Edad Media (por poner un ejemplo de un contexto que me entusiasma), época grabada en nuestras mentes modernas como decadente, polvorienta, embarrada y bárbara, tuvo momentos de inmensos esplendores científicos y humanísticos. El siglo XIV, pleno gótico, nos deja los testimonios de una París, cuna de la cultura y el poder, sorprendente por la capacidad para el ingenio y la solidaridad, para la creación y la fraternidad, y para la lógica y la ciencia. Encontrar un momento como aquel, en el tiempo consiguiente, nos remontaría al Renacimiento italiano. ¿Qué ocurrió con el esplendor medieval? Una serie de enfermedades terribles a las que conocemos por «la peste» destruyeron, desde mediados del siglo XIV y durante más de 70 años, todo lo construido durante los siglos anteriores.

Cuando los primeros modernos, una vez el Renacimiento dejó paso a la plena modernidad, observaron e interpretaron su pasado, concluyeron que el tiempo medieval fue de una profunda decadencia. No es una opinión extraña, pues la peste había socavado cualquier signo de esplendor. ¿Puede imaginar el lector setenta años de pandemia cuando en dos años de la covid sentimos que nuestro mundo se desmoronaba? En ese siglo de pestes, el miedo a la muerte radicalizó las ideas, encrudeció los conflictos y subrayó las divisiones, desmoronando un fascinante mundo.

Este es solo un ejemplo que ilustra la soberbia en la que nos hemos instalado. Creemos que todo pasado fue peor. Y pensamos que un retroceso a la más oscura de las barbaries no es algo que nos pueda ocurrir a nosotros. Pero las potencias mundiales que se enfrentan hoy en esta guerra abierta tienen la suficiente fuerza para destruir todo lo que hemos tardado décadas en construir. Incluso, en el peor de los casos, desmoronar todo lo que hemos tardado milenios en edificar. ¿Qué podemos hacer nosotros? Prácticamente nada. Poco más que ser espectadores de esta sublime y espantosa belleza.

Esta noche, en mi smartphone, contemplo el cielo israelí rasgado por los misiles iranís y lo sublime se hace real. Ya no habita solo en el mundo del arte. La extrema belleza, dolorosa, de las luces nocturnas es una encarnación de la elevación retórica de la fuerza. Dentro nuestro algo enmudece. Y en ese espacio que deja el silencio brota una pregunta: ¿es el fin? Sinceramente, no lo creo. ¿Cuántas veces en el pasado hemos dicho que el fin de los tiempos era inminente?    No, no es el fin. Saldremos de este conflicto, aunque sea cada vez más global, y prometa cada vez una mayor destrucción. Lo que no tengo tan claro es su resolución. ¿Tendremos que, a final de esta década, construir desde las ruinas y las cenizas un nuevo mundo?

Como espectador de este conflicto, aterrado y entretenido, aprovecho para reivindicar un asunto que, con el paso del tiempo, se ha transformado en un cliché. Un asunto que, por desgracia, se ha ido tornando cada vez más cínico, cuando no se ha señalado como una opinión pueril. El asunto de la paz. Aclaremos que la consideración de pueril (atribuir la sensibilidad de un niño) no tiene nada de insulto o de desprecio (aunque se diga con esa intención). Pues a estas alturas del siglo XXI, y al borde de la Tercera Guerra Mundial, aunque no sirva para nada, aunque sea un acto inocente, decir que los seres humanos no somos por naturaleza genocidas y autodestructivos, sino capaces de construir un mundo en paz, solo puede decirse seriamente, sin gota de cinismo, si se dice desde la niñez.

Nuestra naturaleza está abierta y se nutre de todos los pasados posibles, muchos de ellos aún por descubrir. Tenemos la capacidad de hacernos a nosotros mismos. Y la paz, cómo no, aunque sea el sueño pueril de la inocencia misma, es una posibilidad tan real como los recientes años que, en este país, por ejemplo, hemos gozado de ella. La guerra no va a higienizar el mundo. La guerra no va a hacernos más fuertes. La guerra no va a mejorar en nada nuestro futuro. Solo perderemos vidas, salud, cultura y destino.

El lema, tan trillado, tan manoseado, del «no a la guerra», no tiene hoy peso por su falta de atractivo. Pero se debe proclamar como acción profética para nuestro presente. Decir «no» al actuar como si el futuro nos perteneciese en exclusiva, cuando pertenece a quienes han de nacer o están naciendo hoy. Decir «no» a las estéticas que subliman la fuerza. La paz es un asunto pueril porque se defiende para los que aún han de nacer y para los que aún son niños. El lema «no a la guerra» puede decirse de una manera más clara si lo convertimos en una expresión afirmativa: «sí a la paz». Decir «sí» a la inocencia, «sí» a lo que aún nos queda de pueril, a lo que aún nos queda de niños. Y quizá las estéticas de la fuerza, consumidas vorazmente como espectadores, y que subliman nuestros terrores apocalípticos, se conviertan en gratuitas fuentes de vida en la sublimación de nuestras debilidades, inocencias y pueriles deseos de vivir en paz.