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Cuando a los ciudadanos se les masacra a impuestos, la mayoría acepta porque detrás de ese ‘atraco’ se levanta un estado del bienestar del que se beneficia toda la sociedad. Educación, sanidad, cuidado de ancianos, protección frente a la inseguridad, servicios del primer mundo… en fin, todos sabemos qué se financia con nuestra aportación. Pero hay rendijas por las que se cuelan los caraduras -España es seguramente el campeón mundial en esta técnica- que hacen saltar todas las alarmas. A menudo vemos en la prensa casos de personas con discapacidad que carecen de cualquier apoyo institucional y nos indignamos, porque en una sociedad desarrollada quienes nacen con desventajas son los que primero deben ser atendidos.

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Y, en el extremo contrario, aparecen los que se creen más listos que nadie y se aprovechan del sistema sin merecerlo. Acaban de detener en Bilbao a dos señores que han birlado ayudas públicas por valor de 300.000 euros. La cifra es tan escandalosa que hace pensar cuánto tiempo llevaban viviendo del cuento. Y preguntarse dónde está el límite a la caridad. El dinero lo obtenían de ayudas al alquiler, Renta de Garantía de Ingresos e Ingreso Mínimo Vital. Se hacían pasar por divorciados cuando seguían casados y estaban compinchados para intercambiarse el domicilio y hacer ver que no tenían dónde caerse muertos, cuando en realidad poseían dos viviendas.

El típico caso de picaresca española. Pero por encima de la anécdota está la reflexión: en un país donde faltan empleados en tantos sectores, ¿durante cuánto tiempo hay que brindar dinero gratis a personas que pueden trabajar? ¿Cuál es el límite? Trescientos mil euros es lo que consume una familia de clase acomodada durante doce años.