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Nada nuevo, por supuesto. Ha ocurrido siempre y en todas partes. Las peleas callejeras entre jóvenes varones son un fenómeno de cualquier tiempo y bien sabemos que han comportado desgracias y sufrimientos sin medida. Pero nos hemos ilusionado con que nuestra época ha dado un considerable salto hacia delante y lo que antes se soportaba con resignación no parece razonable que lo aceptemos como un fenómeno normal, como si fuera inseparable de la naturaleza humana.

No sé si es una impresión mía o hay razones objetivas que abonan su existencia, pero no pasa un día sin que periódicos y noticiarios nos muestren una realidad ingrata que trae unas consecuencias imprevisibles, siempre sumamente dañinas. También puede ocurrir que su rareza les haga ser resaltadas como novedad, cuando antes se producían con tanta frecuencia que no le dábamos importancia y por tanto no se reflejaban en los medios. Ya se sabe que estos no difunden lo que lleva el marchamo de habitual, sino lo que escapa de la norma.

Pienso con decepción en lo que descubro con la lectura asidua de este diario. Tengo la impresión de toparme con una información repetida, puesto que no hay día en que los lectores no recibamos el impacto de una confrontación más. En unos casos es la refriega de dos o tres sujetos, en otra será un altercado grupal; cuando no coinciden con fiestas llegan por las madrugadas, o son la revancha ante el sopor de una tarde de domingo. Dudo que hace cuarenta o cincuenta años se produjeran tantas reyertas en Mahón o Ciutadella. Es probable que eso mismo se vislumbre con asombro en otras ciudades peninsulares.

Todos registramos en la mente una serie de causas que pueden constituir el fundamento de tales excesos. Podríamos hablar de la violencia como desahogo, como antídoto del aburrimiento, de las consecuencias de tantas frustraciones; de la excitación que produce el alcohol y las drogas; del desprecio por la vida ajena; de ansia por mostrar superioridad; de considerar todavía que los celos son prueba de amor; de una necesidad de reafirmación… El psiquiatra Luis Rojas Marcos lo atribuye a la anomia, que se caracteriza por «producir hombres y mujeres eternamente insatisfechos que luchan sin descanso por avanzar hacia metas indefinidas e inalcanzables. En el camino, muchas de estas personas compiten rabiosamente los unos contra los otros, para terminar agotados, resentidos, desmoralizados, sin esperanza, y con un asco irritante hacia la vida» («La ciudad y sus desafíos», 1992: 115). Entrar por este terreno no conduce sino a la destrucción propia y al daño ajeno. Si lo contemplamos a distancia, ¿qué sentido tiene y a dónde les lleva?

Afán de agredir, de arrasar, de sentirse por encima de los demás, sin que les alcancen las obligadas normas, cuyo cumplimiento es indispensable para que no sufra la convivencia: actitudes irresponsables que vienen de lejos y que resurgen cuando menos se podía esperar. No son tiempos para andar a palos. «Hacemos maravillas cuando se trata de construir máquinas o de vender. Pero cuando se trata solamente de hablar uno con otro nos entra miedo y echamos mano al revólver», reflexionaba Richard Wright en su «Carta a Gertrude Stein» (1945), la escritora norteamericana con quien le unía una gran amistad. Es verdad que ya no sacan el revólver, pero sí la navaja o se ensañan con un bestial apaleamiento.