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Últimamente he entrado en un interesante debate con un joven licenciado en ciencias políticas e historia, que mantiene una actitud neutral ante la política actual, llegando hasta el debate más profundo.

Su forma de entender la actualidad tiene como base los hechos, sin juzgar ni prejuzgar, sin bucear en los entresijos de la política, ya que en su visión no pesa un histórico y su mochila vital tampoco está cargada de la experiencia. Así pues, espera las consecuencias de cada actuación. Me resulta difícil poder mantener una conversación con esta forma de entender la actualidad, máxime cuando la repercusión de muchos hechos acontecidos o por acontecer no tienen, ni tendrán, vuelta atrás.

Por esa misma envidiable «concepción inmaculada de la política» quizá no tenga en cuenta que en este ámbito el lenguaje se manipula a menudo, sobre todo por los políticos que priorizan la propaganda sobre la precisión.

Quizá creamos que volveremos a una política más equitativa donde se equilibre el juego político y no se tenga el sentimiento generalizado de estar viviendo en una autocracia. Pero visto lo visto en Venezuela, mucho me temo que llegará un momento en el que no se podrá hacer nada, como sucede allí, y que nuestro modelo democrático y nuestra Constitución serán vapuleados y relativizados. Y no nos estamos dando cuenta porque la estrategia de este Gobierno está medida y estudiada: a un hecho insólito le tapa uno nuevo, a una duda legislativa la desbanca una mucho mayor, y así se va, poco a poco, degradando el sistema.

No se aclaran decisiones ni acuerdos que entran en contradicción absoluta con el programa de gobierno que se votó en las urnas, sino que sencillamente se dan por hecho actuaciones opacas que la gente compra con tal de que la derecha no gobierne y se mantenga, a cualquier precio, la ideología mal llamada progresista.

No creo que gobernar a cualquier precio sea progresista. No creo que lo sea que España se convierta en un país con ciudadanos de primera y de segunda. No creo que lo sea frustrar ese reparto de riqueza que hizo de España, ante todo, «un país» que ha sido variopinto y justo en su conjunto, aun a sabiendas que hay regiones que dicen sentirse maltratadas, y lo denuncian desde un victimismo injusto al no tener en cuenta otras ecuaciones político-económicas. España ha sido un referente para otros muchos países. Sólo hace falta viajar un poquito para caer en la cuenta de la suerte que tenemos de ser españoles.

Que nos hagan comulgar con ruedas de molino, inventando conceptos como «pacto singular» para el reciente pacto fiscal con Cataluña, cuando el propio socialista histórico José Borrell, jefe de la diplomacia europea, reitera que el pacto fiscal con Cataluña «es un concierto», al igual que se dan explicaciones intolerables, como querer equiparar esta fiscalidad «a la carta»,  con las ayudas puntuales a comunidades autónomas como Soria, Cuenca y Guadalajara, nos demuestran que el Gobierno sabe que no discernimos de lo que hablan, la dimensión que tiene o que implica un acuerdo que repercute en todos los ciudadanos de una forma tan directa.

Por lo pronto discrimina unas regiones sobre otras que, aunque tengan diferencias culturales, no es admisible que unas tengan más derechos que otras. El privilegio territorial es el precio de mantener un gobierno que justamente por ello se mal llama progresista. No es progresista, y mucho menos de izquierdas, el que Cataluña aporte menos a la caja común y reciba más, a costa de que otras regiones no puedan    tener, por ejemplo, los mismos servicios sociales. Que Cataluña tenga la llave de la caja económica, es la antesala de la independencia.

Para los que creemos en el concepto de un país llamado España, escuchar al presidente del gobierno decir que estás medidas son beneficiosas para todos los españoles es considerarnos, cuanto menos, absolutamente ingenuos.

Pero sobre todo considero inaceptable que se tilde como progresismo que la esposa de un mandatario pueda lograr privilegios evidentes y escandalosos, que se reúna en la sede del gobierno y desde allí cierre acuerdos de su trabajo personal, al tiempo que el propio mandatario se da golpes de pecho prometiendo la erradicación de la corrupción, la transparencia de gestión mientras desvía el foco de atención hacia la oposición. El que gobierna ha de defender sus políticas por convenientes y beneficiosas, demostrando que las asume como propias,    no por comparativa a lo que otros hicieron y mucho menos hacerle oposición a la oposición.

Es igual que sea o no delito. Constituye un ejemplo malísimo que abre las puertas a una política del «todo vale» y de blanquear la trampa, que nada tiene que ver con ser progresista. El que quiera defender este tema al tiempo que se autoproclama progresista, está claramente abducido ya por una disonancia cognitiva de lo que se entiende por progresismo. ¡Qué peligro!