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Ha comenzado un nuevo curso. Me gusta ese volver a la rutina, tan necesaria en nuestras vidas porque significa orden y calma. Hay quien odia lo rutinario porque no soporta las reglas. Yo creo que son necesarias para todos. Es bueno volver al día a día, a la cotidianidad. Las vacaciones y las fiestas son maravillosos, pero no sería bueno vivir en unas eternas vacaciones. Perdería el encanto y la gracia de lo diferente, de lo excepcional.

Los niños van al colegio y miran a sus padres con cara de pena, porque aún son muy pequeños y no entienden los alejamientos forzados del nido familiar. Los adolescentes regresan a sus aulas sabiendo que sus agendas están llenas de nuevos profesores y horarios. Los universitarios se concentran en las clases de los profesores que les gustan o disgustan, sabiendo que nada será fácil.

Los adultos cerramos el periodo vacacional y regresamos a la normalidad, porque, aunque nos cueste, es una buena forma de organizar nuestras vidas.

Las personas necesitamos vivir con cierto orden, tener un ritmo de obligaciones y descanso, marcarnos una disciplina. Nadie puede instalarse en el «no hacer» o en el caos permanente porque no es sano.

Así pues, aunque nos de pereza y nos cueste, a pesar de aquellas cosas que cambiaríamos de nuestras rutinas, es importante tener obligaciones. De la misma forma que es esencial ilusionarse, tener sueños y proyectos, imaginar imposibles. Somos una curiosa combinación de realidades concretas y de aspiraciones indefinidas que nos hacen humanos. Esa humanidad que da sentido a nuestras vidas y nos permite seguir adelante.

Las rutinas son necesarias y bonitas: actividades y gestos repetidos a los que volvemos una y otra vez, que nos transmiten seguridad y conciencia, porque dan sentido al tiempo. Las rutinas pueden parecerse a la sensación de volver al hogar tras un viejo larguísimo. Nos reencontramos con espacios y gente conocidos. Nos reencontramos sobretodo con una parte importante de nosotros mismos.