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La pasada semana el escritor Quim Monzó anunció su retirada como articulista. Han sido más de cincuenta años escribiendo su columna de opinión en diferentes medios y, especialmente, en «La Vanguardia». Durante mucho tiempo publicó un artículo diario, aunque últimamente publicaba solo dos a la semana. Admiro a Monzó desde que empecé a leer sus relatos y a verlo en el programa de TV3 «Persones humanes», acompañando a Mikimoto. Aquello era descacharrante. Genial. Ya no se hacen programas así, con esa irreverente mirada, tan ofensiva hoy en día. En fin. Yo me quiero referir al articulista, más que al humorista.

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Pero resulta que no hay una línea imaginaria que consiga separarlos. Porque su dominio de la ironía se percibe nada más empezar a leer unas pocas líneas. Me parece que escribir un artículo diario durante décadas es uno de los trabajos más duros que existen. Exige un conjunto de cualidades que solo unos pocos poseen. Aun así, Monzó ha declarado que lo deja porque está cansado. Se ha hartado y ha dicho basta. Piensa dedicarse a otros menesteres menos agotadores. Uno de ellos es tener tiempo para aburrirse. Lo peligroso es que el aburrimiento lleva consigo la necesidad de hacer algo para combatirlo. Si empezó a escribir en su adolescencia para evadirse del aburrimiento, puede ser que ahora llegue a aburrirse tanto, que algún día vuelva a sentir la necesidad de escribir.

Probablemente uno no puede renegar de lo que es y a lo que se ha dedicado toda la vida. Y Monzó, además, sabe lo que es el éxito. La verdad es que yo no conozco a nadie a quien no le guste Monzó. Esto de que no haya cerrado la puerta con llave nos mantendrá a la espera de nuevas colaboraciones dentro de un tiempo. Cuando, ya bien descansado, vuelva a necesitar diversión, tal vez.