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Supongo que nacer al borde del mar te dota de cierta sensibilidad con las cuestiones marineras. En esa espléndida extensión de aguas a veces calmas, otras veces feroces, se desarrolla otra vida, ajena a la nuestra, pero igualmente valiosa. Dicen que todo lo que hoy está vivo procede del mar y cuando uno se sumerge entre las olas lo comprende. Ese mismo abrigo nos acunó en el seno materno y en ese fondo insondable yacen miles de nuestros congéneres. Por eso mucha gente sentimos un respeto reverencial por el mar y nos duele ver en qué se ha convertido. La codicia extrema, imparable, de los que rigen el negocio turístico ya no sabe qué inventar para seguir exprimiendo este limón. Lo grotesco es que lo que venden no les pertenece, nos lo regaló la Naturaleza a todos: el sol, las playas, el mar, las montañas, la vegetación, la sombra, el aire cálido del Mediterráneo.

Todo el negocio turístico se basa en prostituir la belleza, la tranquilidad, la serenidad… que nos han sido dadas. Hemos tragado con todo, con la cantaleta de que nos da comer. Bueno, a unos más que a otros. Pero ya se han alcanzado límites que son intolerables. Porque cuestan vidas humanas. La proliferación de gilipollas a bordo de yates, motos náuticas, lanchas y demás parafernalia náutica se ha convertido en un dolor de cabeza. ¿A quién beneficia todo este horror? A unos cuantos empresarios y a los gobernantes, que llenan la butxaca con las licencias y los impuestos. A todos estos les pondría yo en la orilla de la playa, con los niños, a intentar disfrutar de un placentero baño mientras los imbéciles de turno se te echan encima con sus ruidos, su actitud amenazante, su contaminación de mierda. ¿De verdad el dinero lo puede todo?