La humanidad da vueltas sin cesar y, aunque parezca que avanza de forma insoslayable para abordar sus propios y fulgurantes caminos, en algunos aspectos toma unos derroteros tan singulares que nos hacen pensar en un retroceso. Por lo general no es verdad, pero así lo percibimos tanto a nivel global como respecto a las conductas cotidianas de los grupos sociales. Pensemos en los brutales comportamientos que avistamos en la irrupción de Rusia en Ucrania o en los no menos inconcebibles topetazos que israelíes y palestinos se están dando mutuamente. Pero tampoco podemos estar demasiado ufanos con ciertas actitudes que observamos cotidianamente a nuestro alrededor, cuya rareza o extravagancia superan nuestra capacidad de comprensión.
En este último campo habría que situar la cerrazón a la trascendencia, una vuelta de espaldas difícil de entender por quienes han aceptado de buena gana, incluso con entusiasmo, unas creencias y unos compromisos. No se trata de acudir a las procesiones o de peregrinar a la Meca, sino de acoger un fulgor que ilumina nuestras vidas. El hispano romano Séneca estaba convencido de que «no hay pueblo en ninguna parte, por más que se sitúe alejado de las costumbres, ley y moral, que no crea en algunos dioses». Tal vez pensaban de esta manera en el siglo primero de nuestra era, pero de repente ha sobrevenido una corriente que echa por tierra cualquier vestigio de credo. Animosidad y aversión en cierto sector, pero sobre todo una indiferencia que se mantiene al margen de todo lo que suene a religioso, demostrando incluso una ignorancia respecto a lo que podríamos denominar aspectos culturales, asociados a lo anterior.
Tal vez por esa orientación que percibimos en el mundo occidental nos ha llamado la atención el calor con que ha sido recibido el libro de los estudiosos franceses Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies: «Dios. La ciencia. Las pruebas». Le edición francesa ha vendido cientos de miles de ejemplares y también ha sido bien aceptado en España, aunque no con tanto fervor. Entre nosotros abundan elogios y críticas, porque a una primera parte en la que sobresalen las explicaciones científicas sobre el origen del universo y el paso de la materia inerte a la vida, llegan unas interpretaciones no tan nítidas a los mensajes de la Biblia, la figura de Jesús, el papel del pueblo judío y hasta las apariciones de Fátima.
Muchos de los juicios que encontramos en sus páginas dan que pensar, por ejemplo «cuanto más rica es la gente, menos creyente es (…). Las facilidades materiales, la seguridad de los sistemas sociales, los avances de la medicina tuvieron como efecto, a primera vista, que se sintiese irrelevante la necesidad de acudir a cualquier tipo de dios para resolver los problemas de los hombres» (p. 298). Se trata de causas por las que algunos se dejan llevar, pero en cambio carecen de razón los que piensan que la ciencia conduce a que sus cultivadores se adhieran menos a las creencias religiosas, pues un estudio realizado demuestra que quienes recibieron el premio Nobel en ciencias son más creyentes que los receptores de este premio en el área de la literatura: ¿no será que la razón estriba no tanto en su nivel intelectual como en la altura económica alcanzada?
La sobredosis de seguridad, el afán de no comprometerse, la búsqueda del placer inmediato, la escapada del compromiso, la falta de reflexión, la superficialidad con que se vive, la comodidad del instante, el mal ejemplo de los cristianos, los ritos banales que con frecuencia les ofrecen estos… ¿es suficiente todo ello para ese alejamiento? Lo será, pero es una lástima que tan poca cosa les aparte de aquello que bien mirado merece la pena.