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Un grupo de veinteañeros sin techo malvive en la plaza del Olivar, provocando la indignación de los vecinos. La noticia llama la atención porque difiere del perfil típico de la persona sin hogar: de mediana edad, con problemas de adicciones o mentales. Los muchachos dicen que no consiguen trabajo o que, cuando lo tienen, ganan mil euros y les piden 800 por una habitación en un piso compartido. Admiten que se les expulsó de una vivienda del Ibavi por mal comportamiento, que les echan del trabajo cuando lo encuentran y los vecinos relatan peleas, gritos y que a veces sienten miedo.

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No se debe juzgar a nadie a la ligera y seguramente cada uno de estos individuos tendrá su propia historia lamentable detrás. Pero la salida fácil es achacar su situación a las malas condiciones laborales y a lo prohibitivo del precio de los alquileres. Conozco a varias personas que tienen dos o más viviendas, porque compraron en su día, por herencias o por lo que sea. Todas son gente, entre comillas, normal (al menos funcional). Mantener esas casas les cuesta mucho dinero y pagan la comunidad, las derramas, los impuestos, el seguro y la hipoteca con puntualidad.

El mercado del alquiler es lucrativo ahora mismo y, sin embargo, a menudo se retraen a la hora de poner su piso en movimiento. Por las pésimas experiencias vividas, que además del disgusto acaban saliendo caras. Ahora pregunto: ¿qué ciudadano normal y corriente alquilaría su casa a estos chavales? Cuando el propietario de la vivienda es un particular, el juego de la lástima no funciona. Es un negocio, se mira la rentabilidad y uno prefiere tenerla vacía a la espera de mejores tiempos que cederla, por muy alto que sea el precio, a según qué tipo de personas.