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Siempre me han fascinado las utopías en las que el autor trata de describir cómo será el futuro. La mayoría hablan de decadencia, degradación de la moral, ruido, contaminación, oscuridad. Elementos básicos para crear una atmósfera siniestra, inquietante. El futuro ya está aquí y la decadencia, también.

No he querido seguir al detalle el culebrón de las monjas de Belorado, porque me repatea ver en qué se ha convertido la vida espiritual que se presupone a los religiosos. Sin embargo, cada dos por tres asoman en las noticias nuevos datos, cada vez más surrealistas, sobre estas señoras. El último habla de una multa por tener en el patio del convento un criadero ilegal de perros de raza. Venden cachorros por internet. Episodio que se une a la cadena de despropósitos de estas monjas excomulgadas, que arrastran deudas de millones de euros, se someten a un obispo falso y se atrincheran en un edificio como una vulgar banda de delincuentes. En fin, que ni los escritores más fantasiosos habrían podido imaginar anécdotas como estas.

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En el fondo no tiene la menor importancia, porque lo único que revela es que el mundo que ellas conocieron y al que se aferran está muerto. Lo vemos en todas partes. También aquí, donde los jesuitas (y todas las órdenes) reúnen a sus ancianos desperdigados por toda España porque es inviable mantener el inmenso y costoso patrimonio acumulado durante siglos.

La implacable fuerza y el poder bestial que atesoró la Iglesia está en peligro de extinción. Ya nadie acepta la obediencia, la pobreza y la castidad como norma de vida. Y mucho menos dedicar toda su energía a la contemplación, la oración y la profundización en el plano espiritual. Eso lo olvidó la propia Iglesia hace mucho.