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Entrar en el debate de turismo sí o turismo no parece más complejo que bucear en el de los principios religiosos.

El turismo es un fenómeno que nace en el siglo XIX con la Revolución Industrial, y está relacionado directamente con el surgir de las primeras leyes laborales que establecían el derecho de los trabajadores a disfrutar de un tiempo de descanso remunerado.

Pero fueron los nobles los que se apuntaron al «veraneo» como un momento para tomar baños en el mar. Lugares como la playa de El Sardinero en Santander, o La Concha en San Sebastián, recibían una afluencia considerable de bañistas pudientes.

Mi abuela materna, en aquel entonces una joven de 16 años, cuidaba a los niños de una familia adinerada que se desplazaba a San Sebastián en verano. Esa era la moda de una burguesía    que disfrutaba de una gran cantidad de servicios y la posibilidad de codearse con la alta nobleza y las casas reales. Aquellos primeros bañistas, según me contaba mi abuela, se zambullían solo una vez al día y la inmersión duraba tan solo unos segundos, para lo cual necesitaban, en muchos casos, la ayuda de un bañero.

En nuestros días, el turismo se ha convertido en una gran oportunidad para conocer otras culturas y otros paisajes, así como para disfrutar del mar y la playa en la época vacacional que corresponde a los meses de verano.

Al entrar en la Comunidad Económica Europea, no sé si usted lo recuerda, se hablaba de que los países se repartirían las diferentes industrias y actividades económicas de tal forma que permitiese a cada país desarrollar sus mejores competencias de una forma más eficaz, intentando evitar la rivalidad de los mercados. España se galardonó con los servicios y concretamente, por nuestro clima, del turismo de sol y playa.

Sea así o no, la realidad es que, en nuestra querida Menorca, han ido acotándose o desapareciendo actividades industriales que proporcionaban trabajo y una economía diversificada: calzado, bisutería, ganadería bovina y una cuota láctea que se redujo estrepitosamente. Por otro lado, los batallones militares, que también contribuían a mover la economía menorquina, se fueron.

Así pues, nos queda    «el mar y las playas», teniendo en cuenta que, tal y como avisan los expertos, un buen número de estas últimas parece que podrían desaparecer en unos años. Atraer turismo cultural es lo que se viene intentando hace tiempo por unos y por otros, hasta el punto de apostar y lograr que la isla fuese nombrada patrimonio cultural de la humanidad por sus monumentos megalíticos. Se apuesta por la cultura y concretamente por el arte, algo que es posible que funcione.

Parece que solo atrayendo gente «a nuestra casa» podremos conseguir economía circulante, por lo que estar en contra del turismo es como pegarse un tiro en el pie, si bien estamos de acuerdo en lo incómoda que se convierte la vida a los que residimos aquí y que apostamos por el «poc a poc» y la sostenibilidad,    aceptando las importantes limitaciones que tenemos a muchos niveles.

Las carambolas que marca el turismo hacen que la posibilidad de encontrar una vivienda sea casi imposible y su precio se haya desorbitado. Las playas se abarrotan y cambian su paisaje idílico por cientos de sombrillas y hamacas; nadar se convierte en una prueba de obstáculos entre embarcaciones varadas demasiado cerca de las playas o la pesadilla de los patinetes; la carretera se convierte en una línea continua de coches cuyos conductores no practican la paciencia; las calles son intransitables con cientos de personas, muchos a torso descubierto; nuestros rincones exclusivos dejan de serlo; el mar huele a aceite de coco caribeño; las urgencias del hospital no están dimensionadas para el aumento de población; y lo peor es que nuestra sostenibilidad está en peligro por los escasos recursos que tenemos, ya sea el agua o la capacidad de absorber tantísima    basura como la que se genera en esta época.

Pero creo que lo que verdaderamente rebosa el vaso de la incomodidad, no es la cantidad de personas que en poco tiempo se concentran en este limitado y pequeño territorio que sueña con mantener su entorno idílico y su vida tranquila, sino la falta de educación, respeto y urbanidad. Basura tirada por las playas, colillas, plásticos, botellas… muchas veces vomitadas por el mar donde ese turismo se desborda, o por las caravanas que se alojan en cualquier lugar sin infraestructura para ello.

Una mañana, en el rincón donde suelo nadar y en cuya entrada hay una señal que prohíbe el acceso a perros, una chica se bañaba con su can y jugaba a tirarle una pelota al mar. Creo que mi paciencia ahí se rompió y me acerqué a ella para manifestarle mi envidia porque yo «no podía traer a mis perros». Su contestación fue para mí clarividente: «hay prohibiciones que no se entienden». Resumió en una sola aseveración la actitud humana que parece desinhibirse, particularmente, al estar de vacaciones