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Las ramas del árbol centenario no tienen fuerza ni para bisbisear, como sería su obligación profesional, los perros de la familia, Ringo y Flash se escabullen de los rayos solares, que son como espadas flamígeras, «Es Diari» también quema con las múltiples crisis en los partidos políticos y en las instituciones, total que aquí estoy bajo el ullastre, congratulándome del giro de la izquierda catalana hacia la racionalidad política, que podría cerrar el malhadado procés si el líder mesiánico Puigdemont abandonara sus piruetas circenses, y permitiera que la legislatura de Salvador Illa pudiera avanzar sin más sobresaltos que los habituales del día a día, que son más que suficientes para que los medios de comunicación no se aburran (¡bendito aburrimiento el de los suizos!)

Pero hoy me encuentro especialmente constructivo y lo quiero compartir con mis diecinueve lectores censados. Iba a decir «fieles lectores» pero, actualmente, la alta fidelidad es un término exclusivamente musical. Tenía veintiséis lectores hace unos meses, pero mi proclividad a la equidistancia, mi querencia por la blandura, mi déficit patriótico y mi obsesión por huir de las trincheras, me han llevado al desastre en las encuestas que siempre premian a los más aguerridos, a los defensas leñeros de guardia permanente. De los veintiséis lectores supervivientes hay media docena que se han convertido en adoradores de García Page y/o Joaquín Leguina, otros tres o cuatro se han pasado al ¿pseudo medio? digital (en terminología «sanchista») «The Objective» y otros, directamente a algún chamán de Youtube.

Y mientras tanto, continúa mi idilio con la sonrisa de Kamala Harris a la que sigo devotamente en sus avatares preelectorales destinados a librar a la humanidad de un nuevo error democrático como el que en su día aupó a Hitler al poder. De ganar otra vez el energúmeno anaranjado caeríamos en un vértigo parecido al que hizo exclamar al coronel Kurtz «¡el horror, el horror!» en «El corazón de las tinieblas», un horror que me invade también    cuando, en plena contemplación extática de la silueta de la Illa del Rei, me asalta una tufarada tras otra de colonias y enjuagues diversos de los transeúntes del puerto que nos hacen huir con las pituitarias en estado de shock. Me pido la instauración de zonas libres de perfumes para la próxima temporada turística…

Voy terminando la columna mientras mantengo un ojo en la tele. Ahora resulta que Puigdemont ha venido, ha hablado y se ha ido con viento fresco (todavía no sé si a Francia o a Madagascar) en lo que bien puede ser su epitafio político, mientras Illa pone cara de póker y tanto Sánchez como Feijóo no saben, no contestan. La situación es tan enrevesada que daría cualquier cosa para conocer la opinión, siempre lúcida y desenfadada de Pepe Vives, que en paz esté, conversando ahora en el Olimpo con sus amigos los hermanos Félix Bosch, mis añorados primos, entre otros…   

Y    para dejar de pensar en el sainete Puigdemont y sus payasadas y poder seguir de buen rollo en esta crónica ligera, echo mano de un recorte de no hace muchos días en «La Vanguardia», donde una veterana uróloga nos revela que en la antigua Grecia ostentar un pene grande era muy grosero, se llevaban penes chiquititos y los que se pasaban de rosca eran castigados, como el dios Príapo con una gigantesca y permanente erección. Como diría el mochilero, vatuadell cent llamps.