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Los libros son la compañía perfecta en cualquier época del año, pero el estío, con las ansiadas vacaciones, invita especialmente a la lectura. Sueño con el momento de tener tiempo libre para poder sumergirme en historias escritas, contemporáneas o del pasado, que me hagan imaginar las vidas de interesantes personajes. Cuánto se aprende leyendo. Leer enseña a escribir, mejora el vocabulario y la expresión, favorece la concentración, alimenta la imaginación, ejercita el hemisferio izquierdo del cerebro y previene enfermedades neurodegenerativas. Además, enriquece el pensamiento, incrementa la cultura y nos hace más críticos y libres.

Los índices de lectura de un país reflejan su grado de evolución. En España, el último informe presentado por la Federación del Gremio de Editores y el Ministerio de Educación constata que el número de lectores de libros se sitúa en el 64%, pero la interpretación negativa es que el 36% de los españoles no lee nunca. Balears se encuentra en la media. El dato esperanzador es que los niños y jóvenes lideran los índices de lectura. La franja más alta de la población lectora en tiempo libre es la comprendida entre 6 y 9 años (86%), de 10 a 14 años (85,7%) y de 15 a 24 años (74%).

Este artículo es al mismo tiempo una crítica literaria, porque me gustaría aconsejar, en este caso a los lectores de prensa, algunos títulos magníficos. Me resultan muy próximos, porque en los últimos años, algunos buenos amigos se han convertido en escritores, todos ellos, además, con editoriales destacadas. La coincidencia puede deberse a que la mayoría son periodistas o están ligados a la comunicación, una profesión que nos conecta a la magia de las letras. Su pluma me ha permitido descubrir su gran talento a través de novela o historia novelada. Capítulos contados con extraordinaria habilidad y maravillosa prosa.

Me hallo inmersa en la lectura de «La trama Schäfer», de Gabriel Mulet Panizza. Enganchada con su brillante léxico y su adictivo argumento de ficción que desvela la corrupción en el mundo de las obras de arte. Y sufro la paradoja, cuando un libro me gusta, de ansiar devorarlo pero con el deseo de que no se acabe nunca. Lo mismo me pasó con «El oro de Mussolini», de mi colega de profesión y de batallas Manuel Aguilera Povedano, también columnista en este diario, donde relata con maestría y humor los resultados de una investigación en la que ha invertido 15 años y que pudo cambiar la historia de España: la posible venta de Balears por parte de la República al fascismo italiano. Y con «La estrella de Ébano», de Francisco Toledo Lobo, que renueva la confianza en el humano después de una tragedia migratoria en el Mediterráneo, tan frecuentes como vergonzosas. Y con «Flores para Ariana», de Antonio Pampliega, primera y sublime novela tras su catarsis «En la oscuridad», la narración autobiográfica de su secuestro por Al Qaeda en Siria durante 10 eternos meses, sin duda menos cruel que la realidad. Su relato sobre una chica afgana eriza la piel. En algún pasaje sentí náuseas por las vivencias de la protagonista. Si un libro puede conmover tanto, si puede provocar reacciones incluso fisiológicas en uno, es que es de una calidad innegable. Ahora tengo en la recámara «El quinto nombre», su última novela histórica que desentraña los misterios de un asesinato cometido durante la Guerra Civil que enlaza con su propio pasado familiar y cuya verdad ha incomodado a descendientes. Me muero de ganas de leerla, como también la ensalzada obra «Los Manuscritos del Mar Muerto», de mi compañero Jaime Vázquez Allegue, tan excepcional que bien podría optar al Premio Nacional de Ensayo.