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Uno, en su rotunda ingenuidad, pensaba que tras el maratón electoral vendría una temporada de calma, con sillas de mimbre a la vera del mar y conversaciones más o menos intrascendentes, como manda el verano, lejos de las trifulcas entre cuñados y demás odios africanos. Pronto me daría cuenta de mi craso error: la política nunca se va de vacaciones, y mucho menos desde que al felón Sánchez le diera por perder elecciones ganándolas o ganándolas porque los demás las perdían de forma contumaz… Bueno, llegaríamos a aquel legendario «Mire usted, señor Feijóo, de ganador a ganador» que le espetara el fallido alcalde de Valladolid al fallido presidente del Gobierno, una de las escasas muestras de humor parlamentario de sus señorías en el curso que creíamos acabado.

El asunto es que, superadas las elecciones europeas en que también ganaron en el país de la grandeur los que previamente habían perdido, ha vuelto la política con una virulencia inusitada a cuenta de una presunta felonía cometida por la esposa del político más odiado desde tiempos de Chindasvinto, ese tal Sánchez que concita una insólita oleada de animadversión, con tintes psiquiátricos, que unifica a opositores parlamentarios con un variopinto grupo de ciudadanos, devotos creyentes en las enseñanzas de las redes sociales y debeladores de los medios de comunicación del que llaman despectivamente «consenso progre», es decir la convergencia entre socialdemócratas y liberales que nos ha traído a los europeos una inigualable (¿irrepetible?) época de paz y prosperidad.

Son los mismos que    abominan del «totalitarismo ecologista» el «feminazismo» y demás postureo woke, contrario todo ello a una sana competencia entre las naciones de toda la vida que los progres pretenden ahogar en la revueltas aguas de la globalización. Son también los mismos que adoran (aunque de momento callan, con la esperanza de otorgar en noviembre) al trumpismo, ese totum revolutum de anarquismo de derechas, negacionismos diversos, insultos, mentiras a destajo, y asaltos a los templos de la democracia si las urnas no les dan la razón a sus delirios o, peor aún, a cargar las culpas en los desgraciados que se ven obligados a huir de la pobreza, la guerra o la opresión.

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Otro de los hitos de ese julio recalentado ha sido la retirada (bastante más un cese que una dimisión) del venerable Joe Biden, después del meneo televisivo que le diera un estupefacto Donald Trump, incrédulo ante las vacilaciones seniles de su oponente. El testigo pasa a Kamala Harris, ex fiscal general de California y actual vicepresidenta del gobierno norteamericano. De momento creo que somos mayoría los que volvemos a sonreír ante la renacida posibilidad de dar el pasaporte político al energúmeno de piel naranja.

Mientras tanto, en la isla seguimos con el debate de la saturación turística. Muchos restauradores se quejan de que se ve mucha gente, pero poco dinero, mucha puesta de sol, pero pocas excursiones en barco y/o a la alta cocina. Volvemos a la certera y ya mítica    sentencia de nuestro menorquín universal Iñaki Gabilondo cuando dijo aquello de que los menorquines queremos un turismo sin turistas. ¿En esto consistiría la turismofobia ilustrada    de hoy día?

Escribe un    lúcido turista siciliano en «Es Diari» que si no queremos más turistas persigamos los numerosos alquileres ilegales, no permitamos que la gente venga en coche desde Toulon, reduzcamos los vuelos y la publicidad en el extranjero, pero no la tomemos con los turistas, que no tienen la culpa y encima nos dan de comer... ¿Quién le pone el cascabel al gato?