Según la Real Academia Española, un escritor es simplemente aquella «persona que escribe». Sin embargo, no podría estar más en desacuerdo con esa definición, puesto que un escritor es mucho más que eso. Un escritor es una persona que piensa, que sueña a la deriva y que ilustra con palabras los paisajes que uno imagina.
Un escritor es alguien capaz de captar la misticidad de las palabras y de hacer de aquello inefable, algo táctil y tangible. Un escritor es aquella persona poseedora de una llave a otros mundos, que nos narra lo que ve, lo que siente, lo que oye, lo que huele y lo que degusta. Relatar es solo la última parte del proceso que conlleva una narración.
Pero muchos de los «escritores», en los cuales me incluyo (si me puedo considerar como uno), cuando nos sentamos en nuestra silla, motivados por alguna estúpida idea que seguramente desecharemos más adelante, nos damos cuenta de que eso a lo que llamamos escribir no es tan sencillo, y en ese momento, somos incapaces de teclear una sola palabra. Fijamos nuestros sentidos en las gotas de lluvia gorgoteando tras la ventana, en el sabor amargo del café mañanero o en el chirriante sonido de la puerta al abrirse. Después de un largo rato, lo volvemos a intentar, esta vez, con más fuerza.
Pero la hoja sigue en blanco.
Pasan los segundos, los minutos, y entonces, escribes la primera palabra, después la primera oración, acompañada del primer párrafo. Pero una vez lo relees todo, no te convence y borras todo tu progreso. Te preguntas si en verdad tienes ese talento innato para escribir del que todos hablan.
«¿Nunca tienes un día en el que vas a escribir y te sientes como constipado, donde no eres capaz de redactar ni una sola frase?», le preguntó George R.R. Martin a Stephen King. El maestro del terror contestó que no, que él usualmente escribe seis páginas al día. Martin quedó de piedra, alegando que él es mucho más lento, porque hay días en los que no se ve capaz de continuar con un relato. No le salen las palabras, y cuando lo hacen, dice que son odiosas.
Esa sensación de impotencia al ser derrotado frente a un mísero papel es, verdaderamente, frustrante. Entonces, ¿por qué sigo escribiendo? Me hago esa pregunta más de lo que me gustaría admitir, y todavía no he encontrado la respuesta. Supongo que no lo puedo evitar. Tal vez es un método de superación al sobrepasar el íntegro dolor fruto del masoquismo que todos llevamos dentro de nosotros.
Una vez estás llegando a tus límites, empiezas a darte cuenta de que ese ardor intenso que primeramente sentías en tu pecho, se está extendiendo hasta la punta de tus dedos. Entonces, dejas que las palabras fluyan, adviertes que ya no eres el dueño de tu relato y que, realmente, está escribiendo algo dentro de ti que no llegas a controlar. Este sentimiento me recuerda a los tres primeros versos de la tercera copla de Jorge Manrique: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir» («Coplas por la Muerte de su Padre»). Pienso que los fonemas que dan vida a una historia, navegan en un navío hasta el folio que representa la mar. Es allí donde dormitan, descansan, y mueren cuando pones el punto final.