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Si los valores del sentimiento terrenal son invariablemente salud, dinero y amor, los del sentimiento universal nunca difirieron de la integridad, la honestidad y la solidaridad, por lo que nadie careció jamás, en este planeta, para su orientación, de una brújula, denominada la regla de oro que dice: trata a los demás como quieres que te traten a ti o no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Cumpliendo esta fraternal norma, la fracción universal del sentimiento rebosa tal ventura que colma la terrenal en cualquier tiempo o lugar, aunque se carezca de dinero, de amor e incluso también de salud -una vez consabido que aquí no nos vamos a quedar-, demostrando su supremacía en el ámbito del Sentimiento.

Pero ninguna persona cumple tal norma, al menos a rajatabla, cegada como está por los valores terrenales desde temprana edad y también por la solidificación del «yo», desleído a causa de traumas, complejos y otras confusiones y contusiones que la alejan de todo advenimiento celeste. Por consiguiente, nadie avanza con celeridad por esta vía, recta y ancha, que conduce a la cúspide, si no, y si acaso, lentamente.

SIN EMBARGO, a pesar de esta adversidad, no varía en ningún caso la regla, porque todos entendemos rotundamente, al menos de adultos, que lo que no queremos para nosotros no es correcto desearlo para los demás. Pero, el tema, aunque claro y diáfano, es tan complejo como complicado. Se debe pues comprender asimismo que la persona, como se suele decir, es un animal de costumbres y difícilmente sustituye las suyas, enraizadas como están de un modo férreo en su naturaleza, después de tres cuartos de vida.

- ¡Cómo dejar de hacer lo que sé, para hacer lo que no sé! - exclamará abatido.

Este es el nudo gordiano que debe desliar cualquier persona si quiere que su Sentimiento funcione como una máquina bien engrasada, sin chirridos, en la cuarta juventud.

Uno debe reinventar, al menos en parte, nuevas costumbres, una vez ha desvelado que algunas de ellas son tóxicas y no se ceban solo en el prójimo si no también en uno mismo, cual boomerang que se revuelve. Pero se persiste, se suele persistir, con los mismos deleznables actos. Y, aunque la persona saca pecho entre el gentío, a solas se encoge, negándose a mirar su alma en el retablo del Sentimiento, lo mismo que Dorian Gray, las decadentes y repulsivas rugosidades, aflorando en su rostro.