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Desde que el feminismo se ha emperrado en quedarse y seguir adelante –porque dios sabe que es más necesario que nunca– vemos a diario pataletas, comentarios y gestos de todo tipo (muchos soeces y humillantes) que tratan de revertir un hecho incontestable: que la mujer tiene los mismos derechos que el hombre y, por ende, ha de tener idénticas oportunidades. Y sí, entre esos derechos está el de no ser feminista e incluso querer parecerse a su bisabuela. Eso es lo que propugnan las tradwives, una tendencia que llega (cómo no) de Estados Unidos y que trata de reivindicar el estilo de vida de las amas de casa de los años cincuenta.

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Ahora el fenómeno llega a España y algunos –sobre todo hombres jóvenes y puedo deducir a qué partido votan– aplauden con las orejas porque, en el fondo, desean tener a su lado una esclava doméstica y sexual, dulce, siempre impecable, excelente cocinera y que le proporcione dos, o más, preciosos retoños bien educados. Nada que objetar. Es una opción de vida como otra cualquiera… solo que no es real. Pertenece al mundo de mentiras y fantasías de las redes sociales, donde parece que algunos están siempre viajando, otros viven en un gimnasio, las hay que se maquillan durante horas y ahora llegan estas chicas monísimas con voz infantiloide que se desviven por hacer feliz a su novio. Es un show y, además, monetizado. Un negocio, vaya. Apuesto a que cuando esa relación ahora idílica con su chico se convierta en un infierno, esa tradwife correrá a pedir el divorcio, cosa que no existía en su edulcorada y delirante década de los 50. Mejor pregúntele a su bisabuela cómo era la vida de un ama de casa de aquel tiempo, cuando no había Instagram ni TikTok que monetizara sus penurias.