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Está claro que en el mundo sobra gente y de algo hay que morir, pero quizá sería más humano y compasivo controlar la natalidad (el exceso, se entiende) que masacrar a millones de personas cuando aún son relativamente jóvenes. La Organización Mundial de la Salud acaba de señalar a cuatro industrias como las causantes de más de un tercio de las muertes en el planeta. Y no es la industria armamentística, sino algunas con las que estamos bien familiarizados: tabaco, alcohol, alimentos ultraprocesados y combustibles fósiles.

Es decir, nuestra vida cotidiana. Tras su estela se esconden casi veinte millones de muertes al año, siete mil al día solamente en Europa. Siempre protegidos por la legislación porque forman parte de enormes y poderosísimos lobbies y porque el estilo de vida actual se ha conformado desde hace cincuenta años a su imagen y semejanza. ¿Quién no recuerda a su abuela, a su madre, siempre metida en la cocina? Hoy esa imagen de una persona que dedica ocho, diez, doce horas al día al cuidado de su casa y su familia es impensable. Durante décadas –todavía hoy en el caso del alcohol– se nos hizo creer que fumar era cool y la basura con apariencia de comida se nos vende como un práctico atajo para ahorrar tiempo en la compra, preparación y cocinado de los alimentos, cuando todos sabemos que eso no son alimentos.

Las grandes corporaciones incluso han patrocinado estudios científicos tergiversados o directamente falsos para seguir engañándonos. Y detrás de ellos los legisladores –los políticos– enzarzados en sus estupideces. Quizá deberían bajar a la calle, consultar estadísticas, hablar con la gente y ver hasta dónde nuestro estilo de vida actual nos enferma, nos estresa y, a la postre, nos mata.