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¡Cuántas veces hemos escuchado los periodistas comentarios jocosos, palabras suspicaces o recelosas, incluso acusaciones ofensivas sobre algunas de las informaciones propias y ajenas! A veces con razón, pero con más frecuencia como fruto de una desconfianza indómita, que no se detiene ante lo razonable, sino que presupone descuido e ignorancia, que nos achaca suposiciones indebidas o directamente mala intención. Y claro está que cometemos errores, que no tomamos las debidas precauciones, que nos dejamos embaucar, que la prisa nos devora. Es una pena que ocurran estas cosas, pero ningún oficio o profesión se encuentra libre de caídas y desbarajustes.

Hay situaciones peores. Con la popularización de las páginas digitales y las redes sociales al alcance de cualquiera, hemos entrado en un magma de alteraciones que han dejado pequeños los defectos a los que nos estamos refiriendo. Como desgraciadamente nos hemos acostumbrado a ver, los errores dejan paso a flagrantes mentiras y la manipulación llega a unos extremos inconcebibles. Ya no se trata de pequeñas omisiones o distorsiones de los hechos, sino de graves intromisiones que malévolamente pretenden influir en elecciones presidenciales, en los comportamientos de las masas, en la deformación de las mentes ante problemas peliagudos, afán de intranquilizar al mundo con fines que jamás imaginaríamos.

No son cuestiones sin importancia. Es algo semejante a lo que ocurre en el campo de las estafas dinerarias. Antes algunos ingenuos o codiciosos sufrían timos o fraudes más o menos sustanciosos y por lo general no se llegaba más lejos, pero en la actualidad se producen ciberataques o fraudes telefónicos que pueden desplumar al que menos se lo espera. Nadie se siente inmune ante esta plaga y muchos caen en ella de la manera más inocente, porque somos multitud los que tenemos por norma confiar en los demás y no ponernos en guardia, por sistema, ante el prójimo.

Si son capaces de embaucarnos con los caudales que guardamos con el puño apretado, no es difícil imaginar la habilidad que emplean para sorprendernos en aspectos sociales que nos resbalan. Caemos como chinches ante torceduras de la realidad con las que consiguen retocar los hechos para que parezca lo que no es. Eso no tendría mucha importancia si no fuera porque nuestra insensibilidad nos prepara para «tragarnos» las mayores patrañas, bulos o «fake news», con que ametrallan a la opinión pública. Si se emplean ingentes medios para actuar a gran escala es porque se ha comprobado que sus efectos letales pasan desapercibidos y ante amplias capas de la población obtienen lo que se han propuesto. El mismo Trump disparó miles y miles de afirmaciones falsas y eso no le impidió recibir setenta y cuatro millones de votos en las últimas elecciones. También Rusia dispone de un primoroso sistema organizado para intervenir fraudulentamente a través de las redes sociales.

No podemos prescindir de unas vías de comunicación que han llegado para quedarse, pero resulta imprescindible introducir elementos de cordura y actitudes de discernimiento, que nos libren de engaños. Es útil conocer la empresa que las promueve, porque en ocasiones parecen surgir de la nada; identificar las páginas tramposas para no caer en sus lazos es una segunda precaución y atender a las reconocidas por su seriedad y solvencia, la tercera. Una vez advertidos sobre estas embestidas, veríamos de dónde llegan las agresiones imperdonables y no le daríamos tanta importancia a los pequeños deslices que a los periodistas nos resbalan por los dedos.