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Parece que la necesidad de dejar rastro para la posteridad es algo inherente al ser humano. Al menos así se comprenden las huellas de manos que permanecen inalteradas desde hace milenios en las cuevas prehistóricas de todo el mundo. Ahí tenemos, más sofisticadas, obras como las grandes pirámides egipcias y mesoamericanas, los templos hindúes y tailandeses, las magníficas obras de ingeniería de los incas, los dólmenes, crómlech y menhires… el planeta está alfombrado de recuerdos –muchos indescifrables– de civilizaciones pasadas.

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Probablemente nada de lo que construimos ahora llegará muy lejos –lo hemos visto con el puente de Baltimore, que ha sucumbido al menor empujón–, porque la construcción actual es frágil. Por eso entiendo poco el afán de algunos gobiernos, países o empresas por lograr el más difícil todavía. Lo último es el proyecto para edificar un rascacielos de dos kilómetros de altura en Arabia Saudí. Una boutade que pretende batir el récord de otro similar, la Jeddah Tower, que está en construcción desde hace once años y ha tenido que sufrir varias modificaciones al comprobarse la imposibilidad de alcanzar los mil quinientos metros de altura previstos. Un chorro interminable de dinero necesario para llevarlo a cabo y otro, constante, para el mantenimiento, ¿a cambio de qué? ¿De materializar un reto que atraiga a miles de turistas como el Burj Khalifa en Dubai? ¿De demostrar al mundo la ambición, el poder y la grandeza de un régimen político? En un edificio de ese tamaño se instalarán previsiblemente hoteles de lujo, complejos empresariales y viviendas solo al alcance de los archimillonarios del mundo. ¿Quién querría vivir ahí? ¿Cuánto tardará el ascensor en llevarte al ático?